El pastor – Todo lo solido se desvanece en el aire | La Cabecita

El pastor es de esas obras donde la intención (parece ser) es humilde, es crítica, es precisa, pero donde la ejecución trae consigo una serie de dificultades que no acaban de responder a esas intenciones. Tratar el tema de la intención o voluntad del creador de una obra daría para largas discusiones y, aún más, si lo que se quiere dilucidar es si podemos o no ver ese tipo de intenciones en la propia obra y discernir si la ejecución de estas se proyectan de acuerdo a esas intenciones o no. Pero si asumimos esto último, la intención de contemplar la destrucción, la catástrofe inminente a la que se ve sometido el protagonista del filme, con un progreso que parte de la contemplación de la vida de este personaje hasta los sucesos que inician el drama y el punto central de la historia, en la ejecución esto se convierte en una desastre mayor.

La problemática reside en la disociación que existe entre esos dos reinos, el de la intención y el de la ejecución. En este intersticio se vislumbra el gran problema de mucha parte del cine reciente: La incapacidad de encontrar la estructuración, complejidad, aristas y aperturas de los problemas que se plantean y, en lugar de ello, acudir directamente al hallazgo de una solución concreta y única, de establecer una posición inamovible que acabe resultando en una única posibilidad de representación planteada por el director y una única posibilidad de identificación que se le abre al espectador para relacionarse con la obra.

 

Si aquello que motiva todo lo que observamos es la posibilidad de que al protagonista que seguimos le arrebaten sus tierras por el bien del capitalismo más salvaje, por el bien del lujo y el turismo, entendemos que aquí hay una crítica social, pero más allá de ello, hay una crítica a los movimientos de un sistema, hay un acercamiento al desposeído, a la injusticia, a la disparidad, a los modos de vida. No es un tema sencillo, no es un tema posible de ser insensibilizado o posible de ser estructurado en toda su realidad y posibilidad. ¿Entonces qué conclusión sacamos al ver El Pastor? ¿La conclusión de un grito lleno de floja rabia con los brazos dando vueltas a lo loco diciendo “¡el capitalismo es malo!” o la conclusión (o no-conclusión) de las relaciones de injusticia, de la importancia de la tierra, del impedimento existencial que supone el sometimiento forzado a unos poderes en el que se ve sumergido el desposeído, el impotente y, todo esto, sin olvidar lo dramático y sensible de la cuestión? Lamentablemente, la primera. ¿Pero por qué? La película, en principio, no se presenta como algo banal, la película se cree compleja, se piensa a sí misma con la verdad en la mano, una verdad que, podríamos decir, parece difícil de discutir, debatir o dudar porque saldrá (otro) grito desesperado diciendo “¿Pero cómo se puede dudar de esto? ¡Si claramente estamos observando una injusticia y ésta debe ser corregida!” Pero aquí la discusión no reside en la temática, no reside en los movimientos de los personajes dentro del propio filme. La problemática reside en la estructuración del medio, en cómo se utiliza el arte cinematográfico, aquel que tantas posibilidades permite.

El Pastor quiere presentarnos el vicio de la avaricia, la impotencia del desarragaido, la lucha del oprimido, desde un punto de vista apartado de las grandes ciudades. Muy bien. Sabemos todos que este es un tema ya afrontado desde diversos e interesantes ángulos, cosa que, obviamente, no impide que se lo pueda afrontar desde otro ángulo más o incluso desde ángulos ya planteados, pero con diferentes usos del medio cinematográfico. Ahora bien, parece ser que en la elaboración de El Pastor, el mensaje se ha comido a los demás elementos que componen a cualquier película. No importa cómo, importa que llegues a ver la injusticia que sufre el protagonista. ¿Pero qué pasa con esto? Que acaba aconteciendo el efecto contrario.

 

Hay una cierta insensibilización respecto a la cuestión ética del filme porque sabemos, o entrevemos al menos, que lo único que le importa a la obra es su narrativa, el mensaje de ésta y no cómo se estructura la obra como cine en sí, ni cómo se lleva a cabo dentro de este arte. Esto simplifica al mensaje como ética y a la obra como cine. Y no, no hablo de la aparición de elementos psicológicos (o pseudo-psicológicos) intentando, de forma desesperada, dar una profundidad o complejidad que al final se reconoce como pura apariencia. No hablo tampoco de exacerbar y apilar todas las posibilidades técnicas del cine, buscando el preciosismo y “lo maravilloso del contemplar algo bello” a toda costa, con la intención de mostrar que el cine, como arte que es, como materia que es, tampoco ha sido olvidado. Hablo de un simple equilibrio, de una simple sensibilidad ante el tema, de una preocupación por un encuadre, por una fotografía, por un montaje que tengan relación con las intenciones o, al menos, que tengan relación con las diferentes posibilidades que abre la película.

Y sí, El Pastor podrá ser todo lo bella que se desee, poder llevar a cabo, como se ha dicho por ahí, una “gran economía de recursos” (signifique lo que signifique eso) o ser original (no lo creo) en la manera de contar lo que se propone contar. Pero ni la “economía de recursos” por sí misma, ni la originalidad, ni el preciosismo que sirve más como aderezo innecesario en este caso, me parecen virtudes, al menos no por sí mismas. Este elogio de virtudes aisladas de las demás estructuras que posee cualquier obra de arte y que se suponen como virtudes por sí mismas, sin ningún fundamento que convierta a una acción concreta en “virtud”, deja de sostenerse en cuanto observamos las diversas historias del cine, las diversas posibilidades que éste posee.

Título original: El pastor Director: Jonathan Cenzual Burley Guión: Jonathan Cenzual Burley Música: Tim Walters Fotografía: Jonathan Cenzual Burley Reparto:  Miguel Martin, Alfonso Mendiguchia, Juan Luis Sara, Maribel Iglesias Distribuidora: Sony Pictures Fecha de estreno:  30/06/2017