Campanadas a medianoche – Shakespeare viaja a los sesenta | La Cabecita

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Una de las cosas que más me ha gustado siempre del cine de los años 60, sobre todo de la primera mitad de la década, es un cierto tono que muchas de sus películas tienen, y que oscila entre el humor y la melancolía, como si las comedias ya no pudieran ser tan decididamente alegres como en los años 50 ni los dramas pudieran tomarse tan en serio como antes. En obras como El apartamento, Desayuno con diamantes, La chica de la maleta, Al final de la escapada o nuestras Plácido y El verdugo lo cómico y lo triste no solo conviven sino que parecen ser caras inseparables de una misma moneda, y una cierta resignación vital, sonriendo irónica, parece posarse sobre el celuloide de estos años. Está en el cine americano, y en muchas de las obras de la Nouvelle Vague, en la evolución del realismo italiano y su viraje a la “commedia all’italiana”, y en la obra de Berlanga. Habrá o no causas para ese tono más o menos generalizado, y pueden investigarlas y discutirlas sociólogos e historiadores, pero yo, como espectador, solo lo detecto, y me gusta.

Me gusta y, además, me admira encontrarlo en un lugar tan insospechado como es Shakespeare. Porque, si algo tienen en común los títulos que antes citaba, es su carácter moderno, casi siempre urbanita, claramente situado en el aquí y ahora. Es normal que las películas ambientadas en el lugar y en el momento en que fueron rodadas nos transmitan más vivamente el espíritu de su época, pero es sorprendente encontrarlo en la adaptación de piezas escritas varios siglos antes, y más aún escritas por alguien tan canonizado y con un terreno tan marcadamente suyo como es el dramaturgo inglés. Pero obviamente, si alguien podía verdaderamente llevarlo a su terreno, sin banalizarlo, ese era otro genio comparable, con un mundo tan reconocible y tan suyo como aquél, el gran Orson Welles.

Eso sí, el trabajo de Welles no se limitó a mantener las palabras de una obra determinada y a cambiar simplemente la época en que se desarrolla la acción por otra más moderna para subrayar la actualidad de una pieza (solución tan trillada nunca sería acorde al temperamento de Welles) sino que, demostrando su profundo conocimiento del conjunto de la obra shakesperiana, fue reuniendo fragmentos de diversas piezas hasta crear una nueva trama con entidad propia y una cohesión temática y tonal absolutas, sin añadir apenas nada de cosecha propia, salvo su inconfundible estilo y su mirada personal sobre la naturaleza humana.

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Resulta además curioso ver cómo no sólo Welles trajo a Shakespeare a su terreno, y al espíritu de los años 60, sino que su propio estilo cinematográfico también había evolucionado y, al igual que el resto del cine clásico, se había hecho más fluido y ambiguo, más melancólico e irónico al tiempo. No hay, por supuesto, nada que objetar a sus impresionantes obras de los años 40 y 50, formalmente grandiosas, dramáticamente potentes, absolutamente magistrales también, pero es bonito ver esta película de 1965 como algo mucho más relajado, menos preocupado por demostrar poderío visual o por desarrollar temas importantes, y más centrada en cambio en los personajes independientemente de su función en una trama, más centrada en llegar hasta el fondo de la naturaleza humana con la mera observación, más placentera, si se quiere. Es quizá, en ese sentido, y con permiso de El cuarto mandamiento, la obra más Fordiana de alguien que siempre admiró a John Ford por encima de cualquier otro director. 

Eso no quiere decir que Campanadas a medianoche no sea visualmente apabullante, que lo es: la justamente celebrada escena de la batalla de Shrewsbury es una lección sobre cómo hacer que dos duros parezcan dos millones a base de plano muy corto, encuadre cerrado y montaje, generando una sensación de dinamismo, violencia y magnitud en absoluto proporcionales a los medios humanos y materiales con que se rodó; el uso del paisaje y patrimonio españoles para sugerir una Inglaterra medieval idealizada hasta la abstracción no puede ser más expresivo; la plasticidad de la escena de la emboscada, con los árboles y sus troncos blancos cortando en vertical la imagen una y otra vez es inolvidable y, en general, todo el tratamiento de las líneas rectas y verticales (la corte del príncipe Hal, el deber) contrapuestas a las orondas curvas y la horizontal de Falstaff y el mundo de la taberna y el placer es espléndido. Pero, precisamente, relacionado con esto último, lo que queda de la película en la memoria es esa línea curva a la que por fin Welles presta más atención que al contrapicado expresionista, esos primeros planos donde podemos ver magnificada toda la humanidad de los carnosos rasgos de Falstaff y Doll (Jeanne Moreau).

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Y es que Campanadas a medianoche es, entre otras muchas cosas, un canto al placer, al hedonismo y a la bohemia, a la línea curva y preferentemente horizontal. Shakespeare estructuró las tres obras en las que trató la figura del príncipe Hal, futuro Enrique V, en torno a la grandeza, sobre todo política, de dos monarcas ingleses (Enrique V y su padre, Enrique IV). En particular, en lo que atañe al que durante gran parte del ciclo es “solo” el Prícipe Hal, en torno a su toma de conciencia sobre la seriedad de la posición que llegará a ocupar, toma de conciencia que le lleva a rechazar su vida juvenil desordenada y, por tanto, a Falstaff.  Welles, en cambio, nos cuenta la parte de esa historia que ve Falstaff, y lo hace desde su punto de vista: en lugar de admirar al príncipe que renuncia a la bohemia para estar a la altura de su cargo, admiramos al bufón que humaniza a ese príncipe y que le proporciona alegría. Y, si decía al principio que en el cine de los años 60 la alegría tiene siempre un poso melancólico, aquí ese poso se hace presente precisamente en lo que en Shakespeare era admirable: el rechazo del príncipe Hal, cuando se convierte en Enrique V, a Falstaff, que no es el triunfo de la virtud y la responsabilidad, sino una traición a la amistad y a la bonhomía, prácticamente una traición a la vida. Campanadas a medianoche es un canto al placer, sí, pero sin dejar de ser consciente nunca de lo efímero de ese placer, de lo triste de algunas de sus consecuencias, de las imperfecciones de las personas y de la vida. Si el film está lleno de escenas exuberantes y bulliciosas, de risas, vino y sexo, amistad y amor, no es menos cierto que la guerra, el deber, la traición y la muerte también hacen acto de presencia, y Welles concluye, a diferencia de Shakespeare, con notas de punzante amargura.

Ah, si hubieras visto las cosas que este caballero y yo hemos visto”, dice un personaje en uno de los momentos más hermosos. “Hemos oído las campanadas a medianoche”, responde Falstaff. El placer acaba siempre en algún lugar de la memoria, en el pasado. La gran Margaret Rutherford recitará un lamento final, y dos personas en torno a un carromato fúnebre, junto a la muralla de Ávila fingiendo ser la de Berkshire, se perderán en la lejanía, o en la historia, mientras las campanas siguen sonando para otros, en uno de los planos finales más perfectos que recuerda el cinematógrafo.