Gertrud – El absoluto | La Cabecita

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Resulta curioso que en los años 60, época de cambios cinematográficos en la que un gran sector de la crítica se había abierto a las novedades de unos cuantos jóvenes talentos dispuestos a poner patas arriba el lenguaje cinematográfico, una de las películas que más debates y controversias generó fue la obra de un señor de 75 años que llevaba haciendo cine desde principios de siglo, allá por la prehistoria del cine mudo. Desde su estreno en París y su posterior pase por los festivales de Cannes y Venecia, los abucheos y las ovaciones compitieron en estruendo y, a día de hoy, sigue resultando una propuesta mucho más radical que tantas obras voluntariamente rupturistas de los Jean Luc-Godard o Michelangelo Antonioni de turno. Y es que Carl T. Dreyer, después de casi 50 años de carrera, había depurado tanto, pero tanto, su estilo, que lo había acercado a la abstracción.

Gertrud cuenta la historia de una mujer que opina que el amor lo es todo, y que, por tanto, el hombre que la ame debe entregarse completamente a ella, sin que su amor muestre una sola fisura, como no la muestra (o eso piensa ella) el amor de ella por ese hombre. Puesto que el ser humano es imperfecto por naturaleza, las sucesivas historias de amor de Gertrud están condenadas al fracaso, y en lugar de encontrar a su pareja ideal esta mujer encuentra el desengaño una y otra vez, a pesar de lo cual nunca ceja en su empeño, y siempre declarará que el amor lo es todo. Pero en realidad, la película habla del amor como podría hablar de la fe o de la amistad, porque de lo que verdaderamente se trata es de estudiar la tendencia del ser humano a buscar un valor absoluto al que aferrarse, y el continuo fracaso de ese anhelo cuando choca con lo falible y fallido de las personas.

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Para ponernos en la piel de Getrud, y también en la de sus sucesivos amantes que se sienten aterrados ante su muro de exigencia, para que entremos en materia, Dreyer se vuelve tan radical como la protagonista, y la película busca el absoluto tanto como las personas que la pueblan: casi toda distracción se elimina, desde el color hasta el montaje, desde la decoración hasta la expresividad dramática de los actores: nos quedan solo planos larguísimos en los que los actores recitan sus líneas en un tono monocorde, envueltos en una fotografía que tiende bien al blanco más puro posible o al negro más oscuro (y que es una de las fotografías más impresionantes jamás vistas en un film). La película se parece a un desierto, un lugar prácticamente vacío en el que solo lo más esencial queda a nuestra vista, para que podamos pensar en ello y solamente en ello. Incluso esa dicción medio sonámbula de los actores parece tener la intención de que nos centremos en lo que dicen y no en la emoción con que lo dicen. Y sin embargo, aunque la emoción esté ausente del rostro y voz de los actores, no lo está en absoluto del film: con su estética de la abstracción y la esencialidad, con sus radiantes blancos y sus sombríos negros, con su flotante cámara que espera paciente a que el contenido último de todo salga a la luz, es decir, con el puro lenguaje cinematográfico, Dreyer consigue conmovernos de una manera más difícil pero más duradera. Es cuando entendemos y sentimos lo que verdaderamente está en juego, gracias a esta magistral austeridad formal, que nos sentimos sobrepasados por la magnitud y tristeza de lo que se cuenta, y la emoción brota.

Porque lo que verdaderamente está en juego no es si la protagonista acaba con tal o cual de sus posibles maridos o amantes, sino si es posible que los humanos encontremos cosas tan puras y absolutas como las que nos gustaría encontrar, y si es bueno o malo que las busquemos. Si Ordet, la anterior obra maestra de Dreyer, rodada nueve años antes, no trataba sobre si una religión más integrista o una religión más relajada eran más o menos correctas, sino sobre la imposibilidad de los hombres de declarar que tienen la verdad sobre la fe, Gertrud es aún más radical y extiende esa limitación humana a todo lo demás, a todos los valores que pretendemos sean absolutos. Somos seres fallidos, mediocres e imperfectos, y en esta vida podemos admirar los absolutos, sentirnos atraídos hacia ellos, pero nunca podremos alcanzarlos. Y las personas que, como Gertrud, pretendan hacerlo a toda costa, están condenadas a la soledad y la frustración.

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Puede parecer contradictorio que Dreyer critique la necesidad de absolutos y al mismo tiempo practique una estética de absolutos, pero es que su película es más ambigua que eso: a la solitaria y frustrada Gertrud del final del film no la odiamos, sino que la entendemos, la compadecemos y hasta la admiramos (como a la Juana de Arco que filmó en los años 20, heroína con la que la compartiría una misma fortaleza de espíritu rayana en la locura). Dreyer entiende y compadece esa necesidad de absolutos, y quiere que nosotros la compartamos, y que comprendamos que ese, y no los amoríos de una mujer, es el tema de la película. A través de formas puras (y puramente cinematográficas) el director consigue transformar una obra teatral de inspiración Ibseniana sobre las particularidades del amor en un objeto diferente, una obra fílmica casi abstracta de alcance mucho más amplio, y también más espiritual.

Y, hablando de ello, Ordet y La pasión de Juana de Arco suelen considerase normalmente como las obras maestras “espirituales” del director danés, pero, aunque Getrud no mencione nunca explícitamente lo religioso, sus muchos puntos de contacto con esas dos películas, y esa abstracción que hace que hable de valores más que de amores, la convierten en una obra tan trascendente como aquellas, un testamento artístico que resume tanto su inclinación por el análisis intelectual de lo espiritual como su vertiente más terrenal, la de Dies Irae o La mujer del párroco. Que su última película fuese algo tan radical, pero al tiempo tan en contacto con su obra anterior, supone un final absolutamente feliz para una de las carreras más admirables del cine, una demostración de que se puede ser tan innovador a los 75 años como los jóvenes surgidos del Cahiers du cinéma, y también una demostración de que ser tan fiel a los principios de uno como lo es nuestra Gertrud puede tener sus recompensas: como su protagonista, Dreyer encontró, por su coherencia, el rechazo y la admiración, pero a día de hoy hablamos de su obra como uno de los clásicos más incontestables de la historia del cine.