Crónica del Festival Independiente de Cine L'Alternativa 2025 | La Cabecita

Tras alzarse con el Oso de Plata en la última edición de la Berlinale, El mensaje ha sido el film inaugural de la 32ª edición de L’Alternativa. Rodada con equipo reducido y en apenas dos semanas —tal y como confesó su productora, Laura Mara Tablón, durante la presentación—, la cinta propone un viaje sugerente de la mano de Anika (Anika Bootz), una joven agraciada con el don de comunicarse con los animales. A bordo de su autocaravana surcamos los polvorientos paisajes de una Argentina sacudida por la crisis económica y el tedio, ofreciendo un servicio itinerante de médium a aquellas personas que buscan respuestas en sus mascotas. Desconocemos si por inspiración en las siniestras prácticas de Javier Milei, quien admitió haber contratado a una espiritista por Twitter para comunicarse con su perro fallecido Conan, la cinta de Iván Fund toma elementos propios del realismo mágico para conformar una fábula en blanco y negro valiente que, sin embargo, no logra sostener la fórmula de una premisa a priori inesperada.

Uno pudiera esperar de El mensaje algo de lo que la cinta no termina de hacerse cargo. Por un lado, resulta evidente el interés de Fund por sacar a relucir las vergüenzas de un país sumido en una crisis sempiterna, cuya promesa de futuro bajo el lema “¡Viva la libertad, carajo!”, parece haberse agotado. Sin embargo, esta crítica se vuelve demasiado sutil, y se diluye entre cortes de radio, y secuencias excesivas en las que los personajes languidecen frente a la cámara en una suerte de road movie postmoderna, tan característica de la sociedad hedónica de nuestro tiempo. Por otro lado, la cinta aspira a ser un homenaje a la infancia —una temática que ya estaba en otras obras del autor como Vendrán lluvias suaves o Piedra noche—, ese período vital en donde todo es posible, y en el que las fronteras entre realidad y fantasía se desdibujan. En una burbuja construida por sus abuelos, Anika tiene el espacio suficiente para ser niña pese a las inclemencias del mundo, y a la ausencia de su madre, internada en una clínica de salud mental. Una trama por la que el director pasa de puntillas con una única escena, como si no le interesara dotar de profundidad a una cinta que constantemente parece rehuirla.

En esta bifurcación El mensaje termina por no ser ni una cosa, ni la otra. La secuencia inicial genera unas expectativas que el resto del metraje no es capaz de desplegar, y la cinta cae, de manera inexorable, en su propia trampa; la reiteración de las sesiones espiritistas de Anika —que bien podrían haber sido una excusa para abordar temas más de fondo—, y un concatenado de imágenes de animales. No hay conflicto, ni tampoco una evolución de los personajes; solo la contemplación. Eso no quita que, por breves instantes, El mensaje logre trascenderse a sí mismo para regalarnos algunas escenas para el recuerdo. Todo ello salpicado con una banda sonora compuesta por una batería de trompetas, hits de los Pet Shop Boys, y la aparición inesperada de un capibara.

El río Maroni es la frontera natural entre la Guayana Francesa y Surinam en América del Sur. Desde hace siglos, los Maroon, descendientes de los esclavos que lograron huir del yugo europeo, y otras comunidades indígenas como los Pamaka, los Aluku o los Ndyuka, luchan por mantener su cultura y su soberanía frente a la expansión del capitalismo, y los cambios medioambientales que de este se derivan. La tierra que una vez fue fértil es ahora “monikondee”, un término que utiliza el juego fonético de las palabras “money” y “country” para definir el nuevo mundo que ha conformado la llegada del hombre blanco. Por las aguas expoliadas del Maroni surcan batallones de variopintas canoas a motor. Entre ellas la de Boogie, uno de los pocos fiiman (“hombre libre” en Surinam) que todavía se dedica a la tarea de transportar mercancías entre ambas orillas del río. Un trabajo arduo que ha terminado por convertirle en un esclavo del dinero, y un culpable fácil a ojos de sus congéneres. Para ellos Boogie es un traidor al servicio de los grupúsculos de poder que están contribuyendo a la destrucción del modo de vida de las últimas comunidades indígenas que quedan. “Desde que usamos dinero compartimos menos. Trabajamos menos juntos. Ya no tenemos paz”, se lamenta una de las mujeres autóctonas.

Como ambas riberas del río, Monikondee es pura dualidad: entre la herencia cultural y la explotación económica; entre el culto a la naturaleza y el lucro; entre la desaparición de una forma de vida y la preservación de su legado. La cinta se construye a partir del mato, una técnica narrativa basada en la alternancia de varias voces, lo que permite crear un artefacto comunitario que evidencia la inagotable riqueza cultural de la zona. Un testimonio honesto en el que cada plano, y cada gesto, se vuelven un acto de resistencia. A saber, la secuencia bella en la que las mujeres fiiman recogen la yuca para trabajarla, como ya hicieran en tiempos pretéritos sus antepasados, y extraer de ella el verdadero oro de la selva, el kwaka; o el duro recorrido que Boogie debe emprender por los rápidos del río para entregar una cesta de vegetales a una mujer y su hija, que los rechazan por “no estar frescos”. Pese a todos sus intentos, Monikondee no deja de ser un retrato más de los excesos del hombre blanco que poco o nada aporta al género. Sin desmerecer las virtudes de la cinta —los premios Patrimonio Cultural Inmaterial 2025 del Festival Cinéma du Reel, o el de DOCMA en la presente edición de L’Alternativa, así lo atestiguan—, se echa en falta una mirada creativa que invite a una lectura más estimulante e inesperada de la que los realizadores de manera tan previsible dibujan.

La presente edición del festival ha servido para refrendar su compromiso con un cine visto como espacio de reflexión, la apuesta por obras que resaltan el valor de la memoria, y la necesidad de preservar unas culturas minoritarias prácticamente extinguidas. En este contexto se enmarca el primer largometraje en solitario de Maureen Fazendeiro, As Estações, tras codirigir Diarios de Otsoga (2021) con Miguel Gomes (Grand Tour, Tabu), y que se ha alzado con el Premio AMMAC de Film Nacional de L’Alternativa Oficiales, tras su paso por el Festival de Locarno.

Jean-Luc Godard afirma en su libro Historia(s) del cine que toda imagen es portadora de una dimensión temporal. Una superposición de tiempos que muestran el ahora, pero que también contienen la memoria de lo que estuvo antes. De esta manera, pasado y presente quedan imbricados en una serie de “capas definidas por intereses perceptivos y por esfuerzos de la memoria”. En este contexto, Fazendeiro se sirve de la cámara como instrumento para desentrañar la historia que se esconde tras la geografía de la región del Alentejo, situada al sur de Portugal. Todo ello a través de la conjunción de varios elementos como la memoria arqueológica o el folklore popular, además de la lectura de las cartas de los arqueólogos alemanes, Vera y George Leisner, que se trasladaron al país tras perder sus posesiones en los bombardeos de Múnich. El resultado es una obra contemplativa de gran belleza que insinúa, más que muestra, y que propone al espectador un viaje espiritual de sensaciones rodadas en un analógico nostálgico. Un exceso de contemplación, y una predilección por lo bucólico que condena a As Estações a vagar sin rumbo ni premisa por tierras portuguesas, sin más pretexto que el de captar el mecer de las hojas en el devenir del tiempo.

El inicio de Downriver a Tiger resulta sugerente: en una habitación en penumbra, Shubham (Shubham Kirve) le susurra a Júlia (Júlia Diago) la historia de un tigre. Ambos son expatriados que viven en Glasgow desde hace unos meses, y se han conocido durante un día de pesca con imán —una afición inesperada que consiste en recuperar los restos metálicos que la gente ha ido arrojando al río de la ciudad. Ese momento íntimo entre ambos, que es la escena inicial, se desenvuelve de una manera tan sutil que cada plano, cada gesto, y cada movimiento de cámara parecen estar coreografiados al milímetro. Una secuencia en la que te gustaría quedarte prendido por un instante. Sin embargo, el artefacto que Víctor Diago pretende construir sobre esa metáfora del tigre, no tarda en diluirse en una marisma de pulsiones que empujan a la cinta de un lado a otro sin saber muy bien qué pretende ser.

Rodada con medios escasos, pero con visible tesón y cariño, Downriver a Tiger narra la historia de Júlia (la propia hermana del director), una fotógrafa catalana que vive en Glasgow, y que un buen día empieza a perder la visión en un ojo. Este incidente la lleva a iniciar una suerte de viaje personal durante el cual se encuentra con Shubham, un joven indio que está a punto de abandonar el país por problemas con su visado. Entremedio de esta trama anodina, que no hace sino refrendar la profunda crisis que aqueja a cierto sector del cine independiente actual, Diago busca establecer un diálogo con la ciudad, y con sus habitantes a través de material de archivo inserido en el metraje de manera aleatoria. Un ejercicio torpe, más propio de un trabajo de final de carrera, que se entromete constantemente en la cinta sin una justificación aparente. En la desorientación de Júlia encontramos el leitmotiv de Downriver a Tiger, en un intento vago de reflexionar sobre la soledad que implica el estar lejos de casa. Son estos espacios de crisis existencial un terreno fértil para la exploración de la psique de sus protagonistas que, sin embargo, la cinta no termina de aprovechar. Un ejercicio fallido que no empaña el talento creativo de un Víctor Diago al que le queda mucho por decir.

Veterana de L’Alternativa, donde participó en 2009 con California Company Town, Lee Anne Schmitt regresa al certamen para presentar su último trabajo, Evidence. Rodado en 16 milímetros, el nuevo cine-ensayo de Schmitt parte de una experiencia familiar para radiografiar de manera punzante la trayectoria de la Corporación Olin, una colosal multinacional americana del sector armamentístico y químico que durante décadas contaminó barrios enteros —principalmente aquellos más humildes, formados por grandes comunidades latinas y afroamericanas— con total impunidad. Gracias a la cinta descubrimos también que la fundación de esa misma empresa, la John M. Olin, financió muchas de las iniciativas educativas y religiosas responsables del auge del movimiento conservador y neoliberal en Estados Unidos, entre la década de los 70 y principios de los 2000.

Surgida de manera accidental al recibir una caja con objetos cotidianos de la casa en la que creció, Evidence es la obra más personal de su directora hasta la fecha. A partir de los recuerdos de infancia con su padre, Schmitt traza un ejercicio de investigación sobre cómo los sistemas políticos influyen en los comportamientos sociales, la construcción de género, o las estructuras familiares. Para ello se sirve de material de archivo y documentos físicos, que pone a dialogar con objetos cotidianos—como las muñecas que su padre le trajo de sus viajes por el mundo, o los juguetes de su hijo—, con el interés de constatar como estos definen nuestro espacio doméstico. Un ejercicio estimulante que termina por volverse en una práctica pretenciosa, en un intento de justificar en exceso las evidencias aportadas a lo largo de la cinta. Dicha reiteración, junto con un ritmo lento y contemplativo, convierten el visionado de Evidence en un verdadero reto para el espectador medio —de hecho, hubo más de uno que abandonó la sala apenas iniciada la proyección. Sea como fuere, no se le puede retraer a Schmitt el gran esfuerzo de documentación que ha comportado Evidence, ni tampoco su compromiso ideológico y emocional con la cinta. Más allá del discurso izquierdista tan manido, y la constatación de la corrupción que esconde todo régimen político o grupo de poder que se precie, hubiera sido interesante rastrear en el trabajo de Schmitt una voluntad de reconciliación familiar. No tanto para aceptar las decisiones de los que nos preceden, sino para intentar entenderlas, y vivir en paz con ellas.

Para Jean-Luc Godard el cine cuenta con una responsabilidad ética, y espiritual, que es la de ser descripción de las huellas. Conservar, mediante la imagen, los restos que el paso del tiempo, los elementos o la muerte disipan. De esta manera, el cine no es un mero arte de la representación —a diferencia de la pintura, por ejemplo— sino de la ausencia, pues sirve para preservar lo que el mundo extravía. Visto así, el ejercicio propuesto por Diana Allan en Partition adquiere un sentido último en términos godardianos.

Cineasta y antropóloga, Allan recopila las imágenes de archivo de la ocupación británica en palestina entre los años 20 y 40, para (re)construir la historia de un pueblo que, como el propio celuloide, se está descomponiendo. Su postura es una postura honesta que no oculta la mediación, y busca devolver la voz a los refugiados palestinos para que completen la imagen, o para que la imaginen, pues no hay un negativo de la cinta que no haya sido ajado por el tiempo. Así, las imágenes se suceden, se interpelan, se unen, y se separan en un gesto de resistencia, pero también de sanación. Un ejercicio godardiano auténtico de preservación de las huellas de un pueblo, y todo lo que se está extraviando con él.

Inspirado en la infancia de la directora Nastia Korkia, Short Summer narra la historia de Katya (Maiia Pleshkevich), una niña de ocho años que viaja al pueblo con sus abuelos para disfrutar de las vacaciones de verano. Entre los restos de una casa vieja, y un matrimonio que se descompone, la niña rellena las horas de ese espacio temporal indeterminado que es el verano. Lo hace junto a sus amigos, con los que se embarca en todo tipo de tropelías, ajenos al conflicto armado que les rodea. Un recurso que la cineasta rusa maneja con mano diestra para insuflar tensión a un guion afectado de la misma parsimonia veraniega. Short Summer llega a L’Alternativa tras su recorrido por diversos festivales como el de Venecia, donde se alzó con el León del Futuro al Mejor Debut.

Pareciera que existe una cierta fascinación por el tiempo entre algunos cineastas rusos —a la mente me viene el ejemplo de Andréi Tarkovski, y su libro Esculpir en el tiempo. En una época en la que nos vemos expuestos de manera recurrente a cadenas de imágenes, apostar por la contemplación parece un acto de rebeldía. Short Summer se siente así. Es una experiencia de suspensión, de hiato. Una pieza íntima en la que Korkia nos invita a ser testigos de un ejercicio de memoria realizado a partir de sus recuerdos cuando apenas tenía nueve años. Aunque por momentos la historia parezca fluir sin rumbo fijo, bajo la superficie del plano la tragedia de la guerra de Chechenia se hace presente. A veces es un tren cargado con tanques y munición que cruza un descampado en el que juegan los niños a fútbol, otra es la del locutor de radio que informa sobre las últimas novedades del frente.

Short Summer es una experiencia hipnótica estimulante a la que es necesario acercarse con cautela. Su realización es tal vez de lo más interesante de la cinta —a través de la combinación de generales y primeros planos—, en una suerte de diálogo entre la visión de dos mundos; el de los adultos, y el de los niños. En ese sentido, la cinta de Korkia se siente como un ejercicio honesto, aunque demasiado personal, que apuesta por ceder el punto de vista a la inocencia propia de la infancia. Tal vez porque esa mirada sea la única capaz de sostener la barbarie que encierran los conflictos armados del mundo adulto.

La sorpresa inesperada del festival fue la propuesta de Theo Anthony, All Light, Everyhwere. Un documental pertinente en los tiempos que corren sobre el acto difícil de mirar, y de hacerlo sin dejar que nuestros sesgos cognitivos e ideológicos puedan influir en nuestra percepción de la verdad. En él conocemos el caso paradigmático de Axon Internacional, una multinacional americana líder en venta de pistolas teaser, que se enorgullece de haber creado la primera cámara incapaz de mentir, pues imita de manera exacta la realidad que percibe el ojo humano. Esta cámara se coloca a la altura del pecho —lo cual implica un sesgo de ángulo evidente—, y registra la imagen y el audio de cualquier acción policial, siempre desde la perspectiva del agente. Del mismo modo, en el momento en que este levanta los brazos o forcejea con un criminal, la integridad visual de la cámara queda comprometida. De nuevo, el sesgo cognitivo. Unas limitaciones evidentes que no parecen ser determinantes para un tribunal, que las aceptará “siempre y cuando no muestren algo que el ojo humano no es capaz de ver”. Eso es lo verdaderamente importante. En términos de Axon estos artilugios son una herramienta clave para mejorar la seguridad en las calles y la responsabilidad de las actividades policiales. Lo que se oculta es que, con ellas, también se consigue exonerar las propias acciones de los agentes, trasladando el juicio de las cosas humanas a la máquina esperando un criterio de decisión puramente objetivo.

En inglés “grabar” y “disparar” son la misma palabra: shoot. Con esta reflexión, Anthony nos retrae al origen de la cronofotografía a partir de la invención del revólver astronómico de Janssen en 1874, o el fusil fotográfico del fisiólogo francés Étienne-Jules Marey. Dichos artilugios, inventados en el ocaso del siglo XIX, utilizan una acción similar, la de apuntar a un blanco, para capturar la realidad. La sociedad ha normalizado que la realidad debe de ser registrada constantemente. En actos sociales como manifestaciones conciertos, o grandes reuniones, el gesto de sostener el móvil frente a los hechos que acontecen ante nosotros se ha vuelto un gesto cotidiano. Sin ir más lejos, las últimas revoluciones ya no se emiten por televisión, sino por las grabaciones que los propios ciudadanos registran con sus móviles. En un intento por testimoniar la realidad de lo que están viendo con sus ojos, o por necesidad de validación externa de la propia vivencia.

La sobrevigilancia a la que somos sometidos en buena parte de los espacios públicos crea un falso pretexto de seguridad y protección —un ejemplo es el asesinato de la joven ucraniana en un tren en Estados Unidos en septiembre de 2025—, y comporta un asalto a la privacidad de los individuos, tal y como atestiguan los minutos finales de la cinta. En ellos descubrimos que las imágenes grabadas por los agentes con las cámaras Axon son utilizadas para entrenar a una inteligencia artificial que será capaz de predecir potenciales comportamientos predictivos —una suerte de minority report— frente a la cual el ciudadano no tendrá defensa posible. All Light, Everywhere pone la luz en la sombra, señala la herida: ¿quién sostiene la cámara, y por qué? ¿Qué está dejando en cuadro, y qué no? ¿A dónde van a parar todas esas imágenes? ¿Quiénes son sus dueños? Para críticos como André Bazin, todo movimiento de cámara lleva aparejado una cuestión moral, una responsabilidad ética. Para el observador que reitera Anthony a lo largo de la cinta, una decisión vital, en una época en la que corremos el riesgo de ser remplazados por la máquina que, supuestamente, alcanzará de una vez por todas la tan ansiada objetividad.