Resulta fascinante como una película puede canalizar de manera tan clara un sentimiento que, a priori, resultaría casi imposible conseguir expresar con palabras y que alguien lo entendiera. Las situaciones, las acciones y las imágenes bien escogidas pueden definir de forma exacta lo que se proponen siempre que, las personas que hay detrás, tengan acotado qué es lo que quieren transmitir. Ruben Östlund lo debía ver con una nitidez absoluta cuando decidió llevar a cabo Fuerza Mayor. Y aún hay algo más mágico que eso: que ese sentimiento que aparece en pantalla lo haga en el momento justo en el que lo tienes en tu vida. La comunión perfecta entre espectador y director, que se dice.
Una familia pasa sus vacaciones en los Alpes. Una escapada de placer que les alejará de la ajetreada y rutinaria vida. Si, esa vida repetitiva que, cada día, intenta destruir a todas las personas sobre la faz de la tierra, forzando los límites, poniendo en duda las esencias y, sobre todo, creando decepciones. Esa vida que puede poner en peligro al matrimonio, a los hijos e incluso a uno mismo. Pero estamos en la montaña, nos hemos alejado de eso… ¿Qué puede salir mal? Fuerza Mayor profundiza sobre la estúpida creencia humana de que poseemos la capacidad suficiente para dejar a un lado cualquier atisbo de negatividad cuando estamos en ese período sagrado: las vacaciones. Por eso encumbramos el verano ¿verdad? Te invito a que hagas una cosa. Abre una nueva pestaña y busca el Verano de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. No es idea mía, es idea del señor Östlund, que hace lo propio incluyendo la melodía en la película. Lo que transmite ese pasaje es de lo que te intento hablar.
La película se abre como una especie de comedia, bastante incómoda pero comedia al fin y al cabo, que empieza a mostrar su verdadero rostro cuando llega la avalancha. Un detonante natural y narrativo que se dibuja como la frontera irreparable, como el punto de no retorno tras el que, aunque el tren intente frenar, el golpe está asegurado. La fuerza y la naturalidad del guión alimentan los hechos desde este punto. Las dudas de una madre que creía comprender su matrimonio y se plantea sus decisiones, el miedo de unos hijos al ver manchado su verano por el fantasma de la separación y, sobre todo, el conflicto interior de una padre consciente de sus actos pero sumido en una represión sistematizada que le impide reconocerlos y reconocerse a sí mismo buscando continuas salidas para justificarse ante los demás. En la mitad exacta de la película hay una escena magnífica, una conversación que contiene ella solita todo el peso dramático. Me quito el sombrero.
Los planos largos y pausados de la grandeza de la montaña junto con la fotografía limpia y aritmética contextualizan a la perfección las situaciones, subrayando la sensación de soledad e inseguridad que sufren los protagonistas. Y no solo ellos, sino también los personajes que orbitan a su alrededor y se contagian de ese sentimiento, de ese vacío tóxico que la familia parece arrastrar. ¿Hablamos de malas personas, entonces? Para nada. Hablamos de personas con problemas, personas sinceras que comprenden el amor pero que no saben sobrellevar el peso de la realidad, personas que obvian la supuesta sencillez de la vida y se convierten en adictos a la complicación del todo movidos por el miedo, la incertidumbre y la confusión. Una complicación que, como decía, funciona a modo de peligroso virus que se transmite al entorno por las decisiones, algo que la escena final refleja a la perfección. Pero no dejéis que la incomodidad de la película oculte la esperanza que, al fin y al cabo, la sostiene. Porque la avalancha puede ser controlada y, después del verano, vienen una vez más el resto de estaciones.
Ficha técnica:
Título original: Turist Director: Ruben Östlund Guión: Ruben Östlund Música: Ola Fløttum Fotografía: Fredrik Wenzel, Fred Arne Wergeland Reparto: Johannes Kuhnke, Lisa Loven Kongsli, Vincent Wettergren, Clara Wettergren, Kristofer Hivju, Fanni Metelius, Karin Myrenberg Distribuidora: Golem Fecha de estreno: 27/02/2015