Tenemos que hablar de Kevin arranca curiosamente en España, concretamente en Buñol, en esa fiesta que gusta tanto a los ingleses. Lynne Ramsay encuentra allí lo que necesita, con una realización feroz la película se abre con una Tilda Swinton sumergida completamente dentro del manto rojo que forma el jugo del tomate, un rojo pasional, atroz, terrible y doloroso, su rostro refleja felicidad por ese momentáneo aislamiento, ese completo momento de evasión, no es coincidencia que un manto rojo la cubra, que la sangre la llene, pronto veremos que el rojo no es algo pasajero, que el rojo, la sangre, su dolor, forma parte de su día a día es un color del que no se puede separar, que la persigue, que la hace sufrir, llorar y la acompaña en su soledad, en su incomodidad, es inevitable que el espectador nada más arrancar la película con su manto de rojo teñido se pregunte qué es lo que ha pasado hasta llegar hasta allí.
Para trazar el camino, para llegar a responder a esa pregunta que el espectador se hace al comienzo, Ramsay toma dos vías distintas, por un lado nos va dejando pistas de ese presente, de cómo se ha llegado hasta ahí mientras que por el otro llega al pasado para contar el origen de una historia de unos padres que se tienen que enfrentar al nacimiento de su primer hijo. Tenemos que hablar de Kevin podría haber caído fácilmente en la crítica a la paternidad y a la educación del menor, señalando a los padres como los culpables de todas las acciones que los hijos acaben por realizar, pero se escapa completamente de eso, interesada más por contar una historia del mal nacido de las entrañas, de un ser que es malvado desde antes de ser incluso capaz de hablar contestando a su forma a la eterna pregunta de si el mal nace o es la sociedad el que hace al ser malvado. Aquí poco que ver la sociedad, este niño podría haber sido el mismo Damian de La Profecía, habilidoso para el engaño para que su padre jamás se dé cuenta del odio hacia su madre, un odio que el espectador nunca sabe de dónde viene, simplemente nació con él, se gestó con él.
Más allá de esa maldad del personaje y el origen de ésta, la película está más interesada por descubrir los efectos que esta maldad tiene sobre su víctima, a la vez la creadora del mal vivo, la que tiene que vivir con él día a día, con el peso de haberle dado la vida, con el peso de amarlo. El personaje de Eva Khatchadourian, majestuosamente interpretado por una Tilda Swinton espectacular, capaz de transmitir todo un volcán de emociones desde el arranque en esa comentada tomatina al final andando su camino hacia una luz blanca que nos deja entrever un atisbo de esperanza de que por fin pueda llegar a su vida algo de paz. Nos resulta terriblemente fascinante, lidiando en equilibrio siempre entre el imperturbable amor de una madre al de una mujer aterrada e incomprendida al ver lo terroríficas que resultan las acciones de su hijo, acciones que nadie más ve y que obviamente le hacen temblar de terror ante la idea de que pudiera ser ella la que se imaginará una maldad que no existiese. Nos resulta muy complicado encontrar felicidad en algún momento en Eva, tan sólo esa vez en la que el pequeño enfermo se acerca por primera vez a ella mientras que la cuenta un cuento, llegamos a ver una sonrisa en su cara, una simple sonrisa en toda una vida llena de dolor, de sufrimiento, un simple momento que justifica todo el amor que nunca deja de sentir con él. Una sonrisa que no volverá a encontrar hasta ese breve momento en el que arranca la película y consigue alejarse de todo.
Lynne Ramsay nunca renuncia a hacer de la película un completo ejercicio de estilo, un apasionante cuadro de color rojo, con un fascinante uso del color en todos sus aspectos, algo que en cierta forma nos lleva incluso a la forma de la que Kieslowski jugaba con esto en su trilogía de los colores. Pero lo más importante es que la película nunca pierde el camino que debe de seguir por culpa de buscar esta identidad, equilibrando a la perfección sus dos partes, dándole pistas al espectador desde el principio de que un fatídico final va a llegar, que la vida de Eva ha cambiado por completo, y que todo se ha convertido en una completa tragedia, pero no acabando de desvelar nunca sus cartas para que el espectador pueda andar el camino, sufrir e identificarse dentro del dolor de Eva como el único testigo capaz de ver que ella tiene razón, y cuando ese fatídico y anunciado final llega, no importa, un silencio se apodera del espectador, un suspiro en seco, una respiración que se contiene… el sufrimiento que ha nacido en toda la película por fin estalla, de nuevo todo se vuelve a teñir de rojo. A Eva no la queda otra, intentó hablar de Kevin muchas veces y nadie la escuchó, cuando finalmente se convirtió en Caín, su madre sólo pudo mirarle para sufrir.