El paciente inglés – De la lírica a la épica (y vuelta) | La Cabecita

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El paciente inglés fue “acusada” de volver a poner de moda en la Academia de Hollywood el melodrama épico-romántico en la línea de David Lean. Poco importa que los melodramas épico-románticos de David Lean en realidad nunca estuvieran tan de moda en los Oscars, que siempre prefirió las películas épicas de David Lean cuando el componente femenino y/o romántico estaba ausente (Doctor Zhivago perdió frente a Sonrisas y lágrimas y La hija de Ryan no fue nominada, son El puente sobre el río Kwai y Lawrence de Arabia las que triunfaron), pero el caso es que la frase tuvo aceptación y se convirtió en un pequeño tópico con el que se explicaron las victorias posteriores de Titanic y Shakespeare enamorado (y fin de la moda, que desde entonces a este tipo de películas incluso les cuesta estar nominadas). 

Pero pienso yo que, en realidad, El paciente inglés es una película muy atípica entre las triunfadoras de los premios de la Academia americana. En principio, sí, tenemos historia de amor trágica con guerra al fondo, algunas aventuras por el desierto (me pregunto si es el desierto lo que hacía a la gente pensar en David Lean) y una duración superior a las dos horas. “La típica”. Y sin embargo, uno no puede dejar de pensar que no puede ser muy típica una película cuyo mensaje último es algo así como el “anti-Casablanca”: donde Humphrey Bogart largaba a Ingrid Bergman con la excusa de que la causa era más importante, aquí Ralph Fiennes pone por encima de todo el cumplir la promesa de amor que realizó a Kristin Scott Thomas. “Mucha gente murió, solo que fueron otros” no es, desde luego, una réplica tan fotogénica como “Siempre nos quedará París”, pero es más radical e interesante. Para el conde Almásy ninguna causa, ni siquiera la aliada, es más importante que su amor, y aquí es donde el romanticismo de El paciente inglés se vuelve “amour fou”, algo mucho más subversivo e incontrolable que los amoríos en los que los amantes renuncian el uno al otro por principios supuestamente más elevados, y desde luego mucho más subversivo que los amoríos de Titanic o Shakespeare enamorado. ¿Alguien sabe de otra película de Hollywood en la que un personaje pacte con los Nazis y sea admirado por o pese a ello? Si a eso le añadimos que trata temas como el adulterio, la eutanasia o hasta, tangencialmente, la homosexualidad sin el menor asomo de moralismo, es imposible negar que la película sea un animal diferente al que parece ser a primera vista.

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Todo ello, claro, no surge de la nada sino de una novela extraña y oscura de Michael Ondaatje, cuya lectura sorprende a quien haya visto primero la película: ¿cómo ha sacado Anthony Minghella una película como la suya de una novela como la de Ondaatje? El libro es una especie de acumulación caótica de recuerdos apenas sugeridos y sensaciones apenas verbalizadas, centrada mucho más en la experiencia de la enfermera  Hannah (el personaje que en la película interpreta Juliette Binoche) que en ninguna historia de amor, y con muy poca cosa que pueda considerarse narración en sentido estricto. Y la película de Minghella es en cambio narración torrencial, con la historia de Lazlo Almásy y Katherine Cliffton como núcleo dramático y con los distintos episodios perfectamente (aunque no cronológicamente) estructurados y delineados. Se le podría incluso acusar de haber convertido en convencional historia lo que era poesía en prosa sobre el papel, si no fuera porque el trabajo de sacar una narración coherente de aquel batiburrillo de sensaciones se antoja una tarea enormemente creativa. El propio Minghella reconocía que su enfoque de la adaptación era solo uno de los muchos que permitía una novela como aquella, y contaba orgulloso que casi todo el diálogo y el desarrollo del romance entre el conde polaco y la dama británica habían salido de su cabeza., habiendo sabido respetar, eso sí, esa subversión de Ondaatje, la reflexión sobre la futilidad de causas y nacionalidades (¿era acaso inglés el paciente inglés?) ante el sentimiento desbocado de un humano por una humana, incluso en tiempos de guerra.

Y además tiene mérito Minghella, no solo por haber transformado en narración cinematográfica la lírica literaria, sino por haber sabido además volver, tras el trasvase narrativo, a un cierto tono poético que también distingue a este melodrama de otros. Cuando las arrugas de una sábana se funden y transforman en las dunas del desierto a vista de pájaro, cuando los ruidos de los saltos de una chica jugando a rayuela se transforman en los tambores africanos que aún viven en el recuerdo del protagonista, o cuando las gotas de lluvia cayendo sobre la cara de un hombre medio calcinado, a los acordes de Cheek to cheek, hacen sentir a ese hombre el mismo placer que cuando bailaba esa canción con una mujer, El paciente inglés vuela a una altura muy superior a la que el Hollywood más prosaico nos tiene acostumbrados.

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En cierto modo, quizá, se pueda reprochar a Minghella el pretender nadar y guardar la ropa: quiere ponerse poético sin renunciar a contar su historia como narración convencional según normas muy clásicas del género épico. Es verdad que la mezcla puede ser algo menos homogénea de lo deseado, y que a veces falla un poco la capacidad de pegada de la película (y a ello contribuye alguna pequeña laguna de ritmo), pero la intensidad de sus mejores momentos compensa sobradamente, y al fin y al cabo es un defecto perdonable por ser consecuencia de una muy sana ambición, la de querer contar una historia de amor “de las de siempre” de una manera distinta a la de siempre, con toques y contenidos muy inusuales. En sucesivos visionados los defectos desaparecen y los muchos recovecos y capas de la película se hacen más satisfactorios, y uno se da cuenta de que es difícil reducir El paciente inglés a un género o a una moda oscarizable de los 90, e imposible sostener que es una vuelta al melodrama clásico: es, en realidad, una revisión, puesta al día e incluso, por momentos, subversión de ese género, con mucho que decir y aportar. Una película única y solo comparable a sí misma, en definitiva, que es lo que toda gran obra debe ser.