Aprovechando la futura lista de las mejores películas de los años 80. En La Cabecita vamos a aprovechar para ensalzar la figura de algunos cineastas que demostraron que los años 80 no fueron tan mala década como siempre se ha dicho que fue. Y para comenzar esta serie de artículos hemos empezado con un director que nos parece muy necesario que sea recordado como uno de los grandes cineastas de aquella década: John Hughes.
Si John Hughes hubiera empezado en el cine en esta década, hubiera llevado consigo el signo de ser un «cineasta de autor». O quizá no podría haber hecho nunca cine en pleno siglo XXI, porque es imposible desligar el nombre de Hughes a los años ochenta. Como también es imposible estudiar la figura de los años 80 sin ensalzar su nombre, aunque aún hoy en día su figura siga estando completamente infravalorada, y sin la presencia de unos señores franceses como los que a principios de los 60 abrieron los ojos sobre muchos cineastas americanos. Posiblemente pase mucho tiempo hasta que a John Hughes se le valore tal y como se merece. Pero no me cabe duda que tarde y temprano se hará, y se le pondrá en el Olimpo de los grandes cineastas. Porque Hughes fue un director sensacional, un guionista extraordinario, y sus películas, a día de hoy, son necesarias para comprender como era la juventud americana en los años 80.
Hughes tenía un don. Entendía a la perfección la época en la que vivía, y también entendía a la perfección los problemas de los adolescentes que vivían en aquella época. Quizá John Hughes nunca dejó de ser un adolescente de los ochenta, y es por eso que con la llegada de los años 90, y tras firmar el guión de su última obra maestra, Solo en Casa, su llama se apagó. Se apagó, hasta acabar en una completa tristeza y depresión tras la muerte de su buen amigo John Candy, que acabó no sólo con su vena artística, si no que le llegó a arrastrar hasta su propia muerte.
Vamos a hablar aquí del trabajo del Hughes director y del director guionista. Porque aunque a veces sus guiones quedaban en manos de otros directores, la figura de Hughes era demasiado fuerte como para que no se mostrase. Fue en 1984 cuando dirigió su primera gran película, Dieciséis velas. Aquella película que protagonizó Molly Ringwald, la que fuera su actriz fetiche, nos contaba la historia de una chica que cumplía los dieciséis años, mientras que veía como su familia se olvidaba por completo de la celebración. Hughes aprovechaba esta premisa para narrar el miedo del adolescente a crecer, observaba a su alrededor un mundo lleno de adultos con problemas, para los que cada situación suponía un estrés tremendo. Mientras que ella, atónita ante el mundo que la rodeaba, no podía entender como no tenían tiempo para recordar fecha tan importante. Como en todas las películas de Hughes se vería, los problemas de aquella adolescencia, no era algo únicamente de los años ochenta, si no que siguen estando realmente vigentes. Trataba a los adolescentes como adultos, comprendía sus problemas y nunca les quitaba la importancia que un adulto les podría quitar. El descubrimiento del amor o la incomprensión del mundo alrededor eran problemas tratados con madurez. Rasgos que se seguirían viendo al año siguiente cuando rodase su gran obra maestra.
En 1985 se estrenó El Club de los Cinco, posiblemente la película que mejor ha tratado los problemas de la adolescencia en la historia del cine. La película nos contaba la historia de cinco chavales que tenían que asistir castigados una mañana de sábado al instituto. Ellos eran un atleta, un criminal, un cerebrito, una princesa y una inconformista. Las fuertes etiquetas sociales hacían mella en ellos, obligándoles a sentirte como tal. Encerrados solos en esa habitación, Hughes les desnudaba por completo, hacía ver que aquellas etiquetas que les imponían, no eran más que eso, la necesidad del ser humano a juntar a la gente en distintos grupos, y la necesidad de pertenecer a uno de esos grupos era tan fuerte en ellos, que lo sentían como algo normal. Pero debajo de ellos había humanos, que se sentían realmente dolidos. La presión por triunfar, los problemas con los padres, o el miedo a las primeras experiencias sexuales, así como la necesidad de descubrirlo, podrían ser temas que corriesen peligro de tratarse con total banalidad. Pero Hughes relata a la perfección todos sus miedos, todas sus inquietudes y complejos, lo hace sin burlarse, con una mirada adulta y reflexiva, es capaz de pisar terrenos tan peligrosos como el del suicidio o el de las familias desestructuradas, pero lo hace sin mandar una mirada de desaprobación, lo hace desde los ojos del adolescente y por eso, también, lo hace sin perder nunca la sonrisa que caracteriza a esa edad, con un tono fresco y jovial. Como ocurría con todas las películas de Hughes, están muy arraigadas en la cultura de los ochenta, entendía a la perfección su iconografía pop, pero lo que contaba en ella es algo que al adolescente de hoy en día le sigue resultando completamente normal.
Posiblemente después de esta película, que cuenta con uno de los mejores guiones que se firmaron en los ochenta y de una gran intensidad, Hughes necesitaba un respiro. No es de extrañar que en ese mismo año entregase otra película que poco tenía que ver con sus dos anteriores trabajos. La mujer explosiva que contaba la historia de dos chavales que creaban un mujer perfecta con el ordenador, era muy divertida y realmente simpática, pero mucho menos brillante que las obras anteriores. Pero aún era pronto para Hughes, y el año siguiente volvió a demostrar su frescura. Realmente, Todo en un día no era una película novedosa en su filmografía, como hicieran en su carrera gente como Howard Hawks o Woody Allen, Hughes volvía a filmar una historia que ya había filmado, y ésta va muy de la mano de Dieciséis velas, aunque cambiando el punto vista por el masculino. Todo en un día, nos acercaba a Ferris Bueller, un adolescente interpretado por Matthew Broderick, que fingía ponerse malo un día soleado para disfrutar con sus amigos. El problema no está en que Ferris Bueller odie el colegio, si no que tiene una imperiosa necesidad de crecer, y siente que realmente necesita visitar el mundo para crecer y aprender aquello que no conocerá entre cuatro paredes con una pizarra. Posiblemente sea la película más arriesgada de Hughes, en busca de la complicidad con el espectador, Ferris Bueller rompe constantemente la cuarta pared, hablándole directamente al espectador, y diciéndole que realmente de lo que está hablando es de él mismo. El experimento salió redondo y Hughes firmó una de sus mejores películas.
Quizá no acertó al darle el empujón como director a su buen amigo Howard Deutch en La Chica de Rosa. Una película que contaba con un guión maravilloso, posiblemente el que mejor escribió Hughes junto a El Club de los Cinco, y de la que Deutch supo borrarse, como ya no hizo después en ninguno de los otros guiones que firmó de Hughes. De nuevo volvía a hablar del amor adolescente, de tratar de descubrir que era lo que realmente significaba el amor. Hablaba de la idealización, de la comprensión y de la amistad con la misma destreza que había mostrado hasta el momento. Pero por otro lado, también es cierto que la labor como director de Hughes empezaba a apagarse, y después de ésta película empezó a perderse. Aún le quedaba una gran película: Mejor sólo que mal acompañado. En la que Steve Martin y John Candy tenían que recorrer Estados Unidos de la mano. Dos personajes completamente distintos condenados a entenderse, una fórmula que se ha usado mucho durante la historia del cine, pero que Hughes con acierto usaba para hablar de la incomunicación existente, y del desprecio entre clases. En cierto modo, Hughes se reencarnaba en el personaje de Candy, sentía que tenía mucho que decir, pero que los que tenían que escucharles, reencarnados en la figura de Martin, no eran capaz de poner los oídos. Por desgracia, Hughes nunca llegó a ser escuchado en vida.
Después de Mejor solo que mal acompañado, Hughes no volvió a filmar una gran película, aunque junto a ésta, se encontraba Solos con nuestro tío, la película con la que descubrió a Macaulay Culkin, y que además servía como germen para el que fuera el último gran guión que escribió, el de Solo en Casa, una película que dirigía un director que por entonces estaba comenzando, Chris Columbus, y al que de nuevo John Hughes se mostró dispuesto a dar un empujón. En aquella película en la que un niño se despertaba en Navidad y descubría que sus padres se habían marchado de casa dejándole solo. De repente Hughes demostró que no sólo conocía a los adolescentes, si no que hizo un perfecto análisis de la psicología del niño. Cuando Kevin se despierta se encuentra con una casa vacía lo que supone una gran alternativa para inventar juegos e investigar un mundo adulto hasta entonces desconocido, así Kevin verá películas para mayores, se queda despierto hasta bien tarde y hasta aprovechará para darse su primer afeitado. Se cuida muy bien el retrato del miedo dándole forma física con la aparición de una caldera que Kevin supone encantada y de un vecino protagonista de historias de las tenebrosas contadas por sus hermanos, pero sobre todo con la presencia de dos ladrones que están saqueando el barrio y con los que Kevin demostrará que es capaz de sentirse adulto, siendo capaz de librarse de ellos con una gran inventiva (y mucha mala leche). Por supuesto, como siempre, el sentido del humor no faltaba en las obras de Hughes y en la célebre recta final, la película se convertía en una obra chaplinesca dónde el slapstick se adueñaba de la cinta.
No sabemos muy bien si fue la necesidad de repetir el éxito de Solo en Casa, o que el cambio de década hizo que Hughes se perdiera al no saber entender el cambio en la sociedad, pero Hughes jamás volvió a hacer una gran película. De sus manos salieron celebres guiones familiares de la primera mitad de la década de los 90 como Daniel el Travieso o El peque se va de marcha, pero que estaban lejos de la brillantez que había demostrado con anterioridad. La muerte de su buen amigo John Candy en 1994 impidió que Hughes pudiera llegar a resucitar. Se retiró de la vida pública, se mudó a Chicago y rara vez apareció en público, hasta que quince años después, prematuramente, muriese en 2009 a los 59 años. Es de recibo valorar a John Hughes como uno de los cineastas más importantes de los años 80, su comprensión de la adolescencia nadie la ha podido igualar hasta la fecha, y sus películas tienen un valor humanístico que las harán seguir vigentes durante muchas décadas. Mientras que, además, para cualquiera que quiera entender cómo eran los años 80, tiene la obligada misión de volver a sus películas, porque no hubo en los años 80 un director que entendiese mejor lo que significaron aquellos años.