Carol – Lo que el cielo permite | La Cabecita

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Acostumbrados como estamos a que en el Festival de Cannes se creen entusiasmos sin medida hacia películas que, en un posterior contacto con el mundo exterior, se desvanecen en el aire, parece obligado recibir con ojos escépticos la llegada a las carteleras españolas de Carol, la última obra de un Todd Haynes cuya prometedora carrera cinematográfica se había visto frenada hasta ahora por una cierta falta de concreción desde los tonos sirkianos que apuntaba su ya lejana Lejos del cielo y que no se vieron confirmados en sus erráticos devaneos posteriores por diversos proyectos. Sin embargo, Carol es capaz de trascender el escepticismo inicial y la sencillez de su argumento mediante una sobriedad formal y una adecuada combinación de elementos (composición de planos, fotografía, música, interpretaciones protagonistas) que acaban dando lugar a una película que trasciende, cuyo recuerdo sigue el recorrido opuesto al vapor que empaña los cristales y ventanas a través de los cuales los dos personajes que le dan vida suelen observarse anhelantes (entre sí y al incierto futuro en que se van embarcando sin remedio) y que se convierte en algo físico, como el vínculo que son capaces de crear Cate Blanchett y Rooney Mara desde puntos de partida casi opuestos.

Esos puntos de partida son, para empezar, una mujer rubia, cosmopolita, elegante y sofisticada, miembro de la clase alta y en trámites de separación de su bien situado marido, y otra mujer, morena, sencilla, tímida e indecisa, con un rostro que oscila entre la inocencia y la modestia, hasta que experimenta una metamorfosis en paralelo al hallazgo de una razón de vida muy distinta de la que parecía guiarla en sus comienzos como dependienta en unos grandes almacenes y futura esposa tradicional de su intrascendente novio de toda la vida. Contradiciendo, tal vez, al título de la película (o tal vez no, si pensamos en esta obra de Haynes como un recorrido a través los ojos de Rooney Mara), es el personaje de Therese Belivet el que otorga a este largometraje todo la emoción que es capaz de generar, desde la mujer que no sabe lo que quiere porque siempre dice que sí a todo (como confiesa, entre lágrimas, en un incierto momento en el que manifiesta su impotencia ante el poder de una sociedad conspira contra el atisbo de plenitud que parecía haber alcanzado, y que es capaz de culpabilizarla a través de la estrategia represiva perfecta: la mirada de los ojos represores es la que ella, en ese momento, asume sobre sí misma) hasta la persona que intuimos llegará a ser, y sobre la que no hace falta elucubrar demasiado: Patricia Highsmith escribió la novela original, bajo pseudónimo, inspirándose en sí misma.

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Todd Haynes nos ubica, mediante un cromatismo lejanamente emparentado con Douglas Sirk, aunque tamizando sus vivísimos colores con una paradójica tonalidad apagada  -en consonancia con el amor que surge entre la nieve de una melancólica Navidad- y con una única concreción temporal, tan sutil como los demás elementos de esta película  -la alusión al estreno de El crepúsculo de los diosesen los Estados Unidos de los años 50 y su consiguiente contexto de guerra fría, religiosidad impostada y tradicionalismo familiar (aquí no evidentes pero sí flotantes en el ambiente) que acaban llevando el infierno a las vidas de postal que hay debajo de los consumistas hogares que han superado hace un lustro el trauma de la guerra más destructiva jamás vista. Y, siguiendo la estela del ya mencionado director de Imitación a la vida y los nombres que mejor fueron capaces de radiografiar esa época a través del Technicolor (como John M. Stahl o Richard Quine), Haynes se adentra en unos márgenes que el Hollywood de los 50 no permitía explorar: la “cláusula de moralidad” que el marido endeble y amenazante de Carol introduce para reconducir hacia los cauces ortodoxos la realidad emocional de una mujer a la que ha perdido, la presencia de psiquiatras que “reeducan” los conatos de lesbianismo y, a su vez, la importancia del personaje de Abby, la pionera que ha asumido su sexualidad sin cortapisas y de forma pública. Y todo ello en la muy liberal ciudad de Nueva York; pensemos, pues, en hasta dónde podría llegar una radiografía tan certera como la que Carol realiza en cualquier estado del profundo Sur, y hasta dónde llegarían los contornos del infierno social de dos personajes como los aquí presentes.

La música de Carter Burwell, por poco novedosa que suene, desprende la melancolía adecuada para que, en consonancia con la ambientación de época y la presencia de la Navidad como eterna fuente de frustración, se cree un ambiente de pesadumbre que estas vidas inciertas,  marcadas por la indefinición hasta la llegada de un deseo cuya epifánica concreción, marcado por el mismo temblor que en la olvidada Aimée y Jaguar (Max Farberböck, 1999) recorría el cuerpo de Julianne Köhler, es capaz de detener el mundo y hacerlo volcar en medio de un difícil trayecto, marcado por la huida y el reencuentro, que culmina en una ejemplar y cuidadísima secuencia final en la que se nos muestra, de la forma más dolorosa, real y bella, hasta dónde se pueden ensanchar los límites de lo que el cielo permite.

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Ficha técnica:

Título original: Carol Director: Todd Haynes Guión: Phyllis Nagy Música: Carter Burwell Fotografía: Edward Lachman Reparto: Cate Blanchett, Rooney Mara, Sarah Paulson, Kyle Chandler, Jake Lacy, Cory Michael Smith, Carrie Brownstein, John Magard, Kevin Crowley Distribuidora: Vértigo Films Fecha de estreno: 05/02/16