Hay algo especialmente atractivo en el cine de los años 1910 y 1920, especialmente entre 1915 y, aproximadamente, 1925, que es la poca pretensión con la que los directores, todos ellos pioneros en mayor o menor medida, se lanzaban a la experimentación. Hoy día la exhibición y el comercio cinematográficos se han estandarizado tanto que parece haber una brecha insalvable y, probablemente, cada vez mayor, entre el cine experimental y de vanguardia y el cine considerado comercial, de manera que un director que se lance a la experimentación asume desde el principio que su cine será un cine “de festivales”, minoritario, “selecto”, si se quiere, lo que implica, por mucho que se quiera evitar, una cierta necesidad de superar lo que el director sabe que los críticos ya conocen, de conocer los referentes y demostrar que se conocen, de hacer, en definitiva, un cine excesivamente pensado para un tipo excesivamente particular de público. Es un cine que puede dar obras maestras, pero que suele carecer de la espontaneidad e ingenuidad que podrían hacer a sus desafíos más fácilmente aceptables, menos aparentemente pretenciosos, para cualquier persona, cinéfila o no.
En otra época, sin embargo, gente como David W. Griffith podía concebir una obra absolutamente rompedora como es Intolerancia con la idea peregrina de que tanta innovación maravillaría a todo el mundo y convertiría a su película, realizada con un presupuesto absolutamente impensable hoy día para semejante desvarío autoral, en un inapelable éxito de taquilla (independientemente de que, finalmente, Intolerancia no fue el taquillazo épico que su creador esperaba). En Alemania Robert Wiene daba a las masas una de las más elevadas corrientes pictóricas (el expresionismo) en forma de filme, y éstas lo aceptaban. Y lo mismo pensaba, en Francia, Abel Gance, dedicado a romper una y otra vez las leyes del montaje y empeñado en llevar el lenguaje cinematográfico a una estilización que hoy sería droga dura para el público y veneno para la taquilla (y Gance también consiguió que las masas francesas adoraran muchas de sus extravagancias).
Debieron de ser esos años, sobre todo en Europa, un momento de creatividad espectacular: desde Alemania exportaban expresionismo, desde Francia impresionismo, y poco después surrealismo, y en Rusia un tal Eisenstein se proponía llevar todo eso aún más lejos con un montaje totalizador. Y todos ellos lo hacían con la maravillosa ingenuidad de pensar que la gente de a pie quería todas esas innovaciones y esperaba las más altas cotas artísticas en lo que consumían ante una pantalla. Con tal efervescencia en Rusia y Francia, solo podía ser un ruso exiliado en Francia, y que además era un actor que tuvo solo una incursión tras la cámara, Ivan Mozzhukhin, el responsable, en 1923, de una de las películas más originales, extrañas y divertidas de la época.
Le brasier ardent es una comedia, pero no una comedia de las de reírse a mandíbula batiente como las que podían hacer en esos años un Buster Keaton o un Charlie Chaplin, sino una comedia de las que, sin provocar esa carcajada, sí hacen sonreír constantemente con su ironía, inventiva e ingenio. Sobre el papel, su trama recoge la influencia de un género que estaba empezando a nacer en esos años, el de la alta comedia, la comedia sofisticada de matrimonios, infidelidades y flirteos que puso de moda el Erotikon de Mauritz Stiller en 1920 y que Lubitsch había comenzado a refinar. Y podría haberse quedado en un ejemplo más, pero no el mejor, de ese género si no fuera porque esa no es la única influencia que recogió Mozzhukhin, que, afortunadamente, compartía con locos como Gance o Eisenstein la idea de que en el cine innovar era sorprender y, por tanto, divertir y entretener, nunca aburrir al público. Por ello el director, que también protagoniza la cinta, prueba a introducir elementos expresionistas en su comedia, y los mezcla con algunos elementos del impresionismo que los directores franceses querían llevar al cine, arrancando el filme con una secuencia absolutamente desquiciada en la que los deseos y sueños de la protagonista se van revelando en un juego extremo de montaje y claroscuros que, sin embargo, tiene su gran baza no en sus influencias de estas dos corrientes estilísticas, sino en sus elementos más surrealistas. Y es que no olvidemos que en 1923 aún faltaban 6 años para que Buñuel y Dalí presentaran Un perro andaluz, 5 para que Germaine Dulac estrenara La concha y el clérigo y 1 para que se publicaran los primeros manifiestos surrealistas. Esto no quiere decir que el surrealismo lo inventara Mozzhukhin, obviamente, pues el surrealismo estaba ya en el aire en la escena artística parisina desde finales de la Primera Guerra Mundial, pero, pese a la locura generalizada que ya impulsaba gente como Buster Keaton o Harold Lloyd o los toques Freudianos de los seriales de Feuillade, el movimiento aún no se había expresado como tal en cine. Y Mozzhukhin, en su admirable falta de pretensiones, tampoco trata de hacer una película abiertamente surrealista, de cambiar el curso del arte o de subvertir los valores burgueses. Simplemente hace una comedia en la que los deseos, miedos y represiones de los protagonistas se manifiestan en imágenes virulentas, originales, extrañas, inéditas y divertidas. Y, como de pasada, casi sin quererlo, resulta ser surrealista, influye en el curso de la historia del cine (es imposible no pensar que Dulac y Buñuel vieran y admiraran su obra) y subvierte valores ya caducos.
Le brasier ardent cuenta la historia de una mujer joven y atractiva casada con un marido rico pero ya mayor, un marido que sueña con retirarse al campo mientras su esposa sueña con las noches parisinas al tiempo que las teme, y al tiempo que sueña también con un extraño hombre que la persigue y asusta pero que también la atrae. En el toma y daca acerca de irse o no de París la mujer, enfadada, huye un día de su casa. Su marido decide contratar a un detective para encontrarla, pero las cosas no saldrán exactamente como ninguno de los dos espera. La historia no puede ser más trillada, tan usada por el drama “de cuernos” como por la comedia romántica, pero es el tratamiento originalísimo de Mozzhukhin lo que la hace única esta vez: a la escena inicial se van uniendo otras igual de delirantes como la que transcurre en la agencia de detectives más inquietante jamás vista, o la que ocurre en un cabaret en que los bailes cada vez más desenfrenados de la gente van excitando más y más a nuestros protagonistas. Aunque la trama parezca simple, Mozzhukhin consigue que se desarrolle prácticamente en el subconsciente de los personajes más que en la realidad, y que cada escenario y objeto sea susceptible de expresar deseos y miedos con intensidad febril, pero también con comicidad e ingenio. Así, el director transforma una comedieta sofisticada más en un ejercicio liberador, en más de un sentido: da un paso más en la liberación del lenguaje cinematográfico de las formas del academicismo, mezclando alegremente influencias y anticipando el surrealismo, y además aboga por el reconocimiento y liberación de nuestros deseos más reprimidos, por la ruptura de las barreras que no nos dejen ser felices.
El ruso convertido en francés, el actor convertido en director, nos habla del inconsciente mientras que, con alegre y al menos aparente inconsciencia, innova, subvierte y hace arte de vanguardia enormemente entretenido para decirnos que nos convirtamos, de una vez, en lo que de verdad queremos ser.