La Academia designó a Sofía Loren para entregar el Oscar a la Mejor película extranjera en su 71ª edición para que el momento fuera especialmente emotivo, y quién soy yo para poner en entredicho la efectividad de esa medida no escogiendo el instante en que Roberto Benigni recoge de su mano la estatuilla por La vida es bella como mi momento predilecto en la historia de los premios cinematográficos por excelencia. Nos privaron (es cierto) del factor sorpresa, pero a cambio todos supimos lo que había que hacer, que es una de las cosas que definen el mito.
Escojo el momento, como intento explicar, por docilidad hacia los resortes mágicos de Hollywood: ellos querían que fuese mi favorito y yo obedezco. Además, me siento arrebatado por la efervescencia imparable de Benigni, su histrionismo desaforado, hasta el punto en que no me importa cuánto puede haber de impostado en su alegría. Benigni ejecuta una parodia (los pies sobre el asiento, los escalones subidos a saltos con las piernas juntas, los abrazos interminables) de un director italiano que acaba de ganar el Oscar, y semejante actuación resulta paradójicamente, en un hombre de sus características, la más genuina de las manifestaciones emocionales. Para un hombre como Benigni, exagerar es contenerse.
Escojo el momento también porque, en medio de la parodia, Benigni desliza una frase de agradecimiento que no tendría cabida en ninguna parodia del mundo por su insondable carga de profundidad y variedad de interpretaciones: “Doy gracias a mis padres por el mejor regalo del mundo: la pobreza”. Cuantas veces veas de nuevo el vídeo, el público emitirá una sonora carcajada y tú no emitirás un nudo en la garganta solo porque estos, por definición, no se emiten. Y esto (no el que no se emitan, sino el nudo) no soy capaz de explicarlo mejor. A mí me ocurre todo lo contrario de lo que le sucede a esa audiencia tan ilustre.
Escojo asimismo el momento porque un italiano hablando inglés es siempre, otra vez, una caricatura de un italiano hablando inglés, y quien dice hablando dice subiéndose al asiento o conquistando los escalones a saltos o abrazando a Sofía. Lo que tiene mérito, siempre pienso, es despegarse de ese abrazo para agarrar la estatuilla. ¿No sugerí antes que lo que realmente llama la atención de la escena es su contención? Mis respetos, Roberto.
Finalmente (but not least), escojo este momento porque adoro la película, acerca de la cual puedo llegar a decir algo tan improcedente y cursi como lo siguiente: sería sin ella un peor padre.