De occulta philosophia – La eternidad de lo efímero | La Cabecita

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No sé nada de música barroca, pero no es necesaria tal cosa para instalarse con agrado en esta película y apreciar el trabajo arqueológico –esto es, a la vez lírico y épico- de sus protagonistas. Sí, De occulta philosophia es un documental dirigido por  Daniel V. Villamediana sobre el proceso de creación de la música barroca, donde asistimos a la construcción de los instrumentos, a los ensayos y a la definitiva puesta en escena por parte del ensemble La Reverencia, pero también –de igual modo que Moby Dick va de la caza de ballenas, pero en realidad no- la película abre un espacio diáfano donde reposar, deleitarse y reflexionar. Así, a la vez que vemos algunos pasos de la minuciosa fabricación manual de un clavicordio por parte del lutier Titus Crijnen, o la búsqueda de una nota tan sólo sugerida por una vieja partitura, también participamos de sugestivos diálogos que toman a la música antigua como texto del que partir para hablar realmente de otras cosas, no sé si más importantes, pero sin duda más cercanas.

La muerte es una de esas cosas. No en vano, la música barroca (y no sólo) estaba hecha para ser interpretada y escuchada en directo, es decir, para que fuera única, naciera grande y cada nota muriera al llegar la siguiente, creando así un instante cuya eternidad quedaba salvada por su carácter efímero. En este sentido, tal y como se cuenta en la película, no puede resultar accesorio que la idea de la muerte fuera tan cotidianamente representada en el Barroco, asumida justamente como lo que es: posibilidad ciertamente indeterminada (cuándo, cómo, dónde) pero segura. Ahora, en cambio, con el hecho consumado de la reproductibilidad técnica de la obra de arte (Walter Benjamin dixit), con la música encapsulada en muy diferentes dispositivos y recipientes, lo que se pensó y vivió como irrepetible pretende ser fijado, dispuesto para cualquier momento y cualquier lugar (es decir, para ninguno) y, con ello, descontextualizado, objetivado, desvirtuado. Pareciera entonces que por tenerlo todo ya, tan presente, aquí y ahora, quedara desactivada la muerte, aunque el efecto es paradójicamente el contrario, y nada permanece porque no dejamos que sea, nos alcance y muera. ¿Qué ocurre, si no, con ese impostor deseo de juventud y lozanía que nos define y literalmente nos consume?

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Al contrario, la juventud de esta película reside en su inactualidad. Pese a lo que pueda parecer, ocuparse ahora de la música barroca es una apuesta por lo que, muriendo, no muere, aunque sólo sea porque la propia definición de música barroca (o antigua) habla de una tradición compositiva e interpretativa que se ha perdido y que algunos pocos niños sabios recuperan, reconstruyen y reinterpretan. Loable tarea, sin duda, la de esta voluntad de recuerdo y respeto en un mundo regido por la actualidad,  el «y qué más», la muerte en vida. Y así está filmada De occulta philosophia, con respecto y cuidado, sin pretensiones, sin subrayados de autoría, casi sin firmar; al modo en que se hacía la música que en ella se reverencia, antes de que las ideas de obra y autor anegaran lo que hoy entendemos por cultura. “Instancias de competencias generales”, dice un musicólogo que era la música barroca, donde la improvisación añadía matices a una música siempre en acto, y donde la interpretación era más constructiva que la composición previa. Qué más da el quién, cuando casi por sí mismo se impone lo que se dice y cómo se dice.

Pero, por supuesto, no es que carezca de intención la película, no es que no lleve firma, sino que –tal y como exige el material que ensalza y nos regala- esta se amolda, se subordina y logra que predomine aquello que se cuenta, en lugar de servir de afirmación para quien lo cuenta. Así, se adivina una voluntad formal que bien podría entroncar con los ritmos y maneras de un Víctor Erice o un José Luis Guerín. Ya saben, poner la cámara a filmar y casi olvidar que está ahí para que simplemente se muestre lo que está teniendo lugar. Nada menos que eso, y nada más imposible que eso, porque aquí viene la recurrente pregunta: ¿se puede rodar –esto es, fijar- aquello cuya esencia es pasar? Pero, por otra parte, ¿cabe renunciar a ese intento? Y aún más, ¿no es este esfuerzo el que nos permite gozar de bellezas a las que no podríamos acceder de otro modo? Supongo que en los huecos de estas preguntas trabaja eso que llamamos arte.

En todo caso, a esta honesta voluntad de estilo añaden alicientes el sosiego rural del entorno (localizado en el pueblo albaceteño de Liétor), o la perfecta armonía que se da entre los sonidos de los pájaros, el aire que mece las ramas de los árboles, las violas, los órganos, los violines, las cornetas y las campanas de las iglesias. La acústica de las iglesias, ese milagro. Y también sus frescos policromados que sirven de perfecto contexto para que la música se eleve, se nos quede y se vaya para siempre, y así lleguemos a saber que la MTV no es más que un epígono viejo y cansado que no para de correr hacia la muerte.

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