Siguiendo mi camino – Going McCarey's way | La Cabecita

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Hay películas que parecen intemporales y, por lo hondo que escarban en la naturaleza humana, por una audacia formal que las hace resultar potentes y atractivas décadas después de ser realizadas, o por ambas, son obras maestras que fascinan a cualquier persona de cualquier época que se acerque a ellas.

Siguiendo mi camino no es una de ellas.

Al menos no del todo, así que trataré de matizar esa afirmación, aunque lo que sí está claro es que es una de esas películas cuya victoria en los Oscars de su año cuesta mucho justificar, teniendo en cuenta que Perdición estaba nominada o que Laura o Salve, héroe victorioso pudieron haberlo estado.

Sin embargo, Siguiendo mi camino no deja de ser una película de Leo McCarey, ese director del que Jean Renoir dijo que era uno de los pocos en Hollywood que de verdad comprendía al ser humano (o el que mejor comprendía al ser humano, según otras fuentes). Y eso es siempre una garantía de que habrá al menos personajes interesantes, lo cual no es poco, y de que habrá algo en esos personajes con lo que, ahora sí, cualquier espectador de cualquier época podrá relacionarse.

La película, eso sí, lo pone difícil. No hay mucha gente hoy día que tenga ganas de sentirse identificado con un par de curas de los años 40, menos aún cuando uno de ellos es un cura de los cantarines y, en cuanto te descuidas, se ha sentado al piano o está enseñando a los niños una tonadilla. Con todo el respeto y cariño por los curas, e incluso por los curas cantarines, digamos que la suya no es la condición con la que la mayoría laica se identifica más rápidamente, no hablemos ya de la mayoría laica carente de aptitudes vocales. Y, sin embargo, cuando una película es buena, podemos identificarnos incluso con el agente de seguros que planea asesinar al marido de su amante para cobrar la (doble) indemnización, luego, en manos de McCarey, podremos también identificarnos con la buena gente interpretada por Bing Crosby y Barry Fitzgerald.

Estos dos actores nos ofrecen la versión eclesiástica del clásico dúo poli bueno-poli malo, convirtiéndolo en cura bueno y cura malo, o “malo”, así entre comillas, porque como mucho es un poco gruñón. La historia, sobre el papel, no parece tener mucho atractivo: el sacerdote joven, apuesto y melodioso es destinado a una parroquia de barrio obrero donde manda un sacerdote ya talludito, algo carca, y con problemas, digamos, de relación con sus feligreses. Un esquema, el de la persona joven dispuesta a renovar estructuras anquilosadas, repetido una y mil veces en contextos muy alejados del que nos ocupa en este film, pero sobre el que el director aplica su mirada humanista y comprensiva, consiguiendo extraer algo valioso y personal.

Para empezar, McCarey, como su contemporáneo Frank Capra, y pese al miedo paranoide del que haría gala en los años 50 filmando propaganda anticomunista, muestra su preocupación por la situación económica de las clases trabajadoras tras la crisis de 1929, que además sufrió la penuria de una guerra justo cuando empezaba a levantar cabeza tras la década de los 30. Una de las muchas cosas que aleja a esta historia de la Pollyana que podría parecer por su sinopsis es que McCarey, consciente y voluntariamente, no se centra en los problemas sentimentales de padres e hijos ricos o acomodados, ni tampoco, siquiera, en las distintas formas de entender la fe de los dos protagonistas: el principal hilo argumental de la película es la solución de sucesivos problemas bien claramente materiales: el desahucio de un vecino, la huida de su casa de una joven, el deterioro de las instalaciones de la parroquia por falta de dinero (instalaciones pobres y claramente puestas al servicio de la comunidad) o, sobre todo, los coqueteos con la delincuencia de los más jóvenes del barrio. Obviamente, como estamos en los años 40 en Estados Unidos, la solución a estos problemas no pasa por la rebelión de las masas, sino por el utópico buenismo colectivo que también vemos en el cine de Capra, pero aun así, el hecho de que la situación económica del barrio sea tan central, y de que esté presente un claro espíritu de denuncia y solidaridad, hacen que la película se siente sincera e incluso relevante.

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También vemos una tolerencia moral admirable, derivada de ese espíritu perpetuamente comprensivo de McCarey: pese a la censura del código Hays, en su apogeo en aquel decenio, el director sugiere como puede que la joven que huyó de su hogar vive con un hombre sin casarse, y es entonces cuando Crosby canta Going My Way y defiende el derecho de cada uno a labrar su propio camino, desde una concepción mucho menos rígida de la religión. Tampoco es el colmo del progresismo, puesto que de fondo está la asunción de que lo deseable sería que la chica formalizara la relación, pero de nuevo lo que subyace aún más hondo, el espíritu de tolerancia, sigue siendo emocionante.

El estilo relajado de McCarey, muy dado a dejar que historias tangenciales a la trama principal se impongan en determinados momentos y tengan su espacio central permite acomodar perfectamente todas estas digresiones y dan a Siguiendo mi camino ese aire de haber captado unos días cualquiera en un barrio obrero cualquiera de la gran urbe americana, y es lo que hace que, al menos en parte, su obra permanezca más vigente que algunas con una voluntad mucho más marcada de hacer airadas y dramáticas denuncias: nos traslada a un lugar y un momento concreto, con problemas concretos y con una forma concreta de afrontar esos problemas. Si las mentalidades, las soluciones y hasta alguno de los propios problemas nos parecen anticuados o no hoy día importa menos que lo interesante que es verlas y comprobar que, pese a las diferencias, algo universal (solidaridad, tolerancia) puede extraerse de esas viejas experiencias.

Pero quizá donde mejor se vea esa perspicacia del director para captar lo esencial de la naturaleza humana que alababa Renoir no sea en los aspectos más sociales de la película, sino en aspectos más puramente narrativos, en ciertas maneras de desarrollar la trama principal y los personajes: el Padre O’Malley (Crosby) ha sido en realidad enviado por el obispo para sustituir al Padre Fitzgibbon (Fitzgerald) como párroco, y en el desarrollo de esta tensión entre ambos es donde se luce McCarey: el tacto con el que O’Malley nunca revela su verdadera misión y se presenta como ayudante de Fitzgibbon para suavizar el impacto, o, sobre todo, la escena en la que Fitzgibbon, sin que nadie se lo haya dicho, descubre el pastel pero no lo dice, y decide evitar a todos la tensión fingiendo que es él quien quiere que O’Malley le sustituya, revelan a un director sutilísimo en el tratamiento las relaciones humanas y con una capacidad innata para revelar sentimientos contradictorios con un primer plano. El sucesivo paso del Padre Fitzgibbon del orgullo herido a la resignación y, después, a la comprensión y generosidad, nunca verbalizado sino expresado con la cámara y la portentosa interpretación de Barry Fitzgerald son suficientes para hacer la película memorable. Como curiosidad, señalar que esa grandiosa actuación de Fitzgerald tiene el honor de ser la única nominada al Oscar tanto en la categoría de actor principal como secundario: la Academia deja votar a cada votante en la categoría a la que cree que la interpretación pertenece, pero, desde el “incidente Fitzgerald”, actualmente solo permite obtener de hecho la nominación en la categoría en la que reciba más votos. Fitzgerald acabó ganando en la categoría de secundario, y es, creo, una victoria inapelable y merecidísima. Su compañero Bing Crosby, como el padre O’Malley, ganó en la categoría de actor principal, pero ese ya sí me parece un Oscar mucho más discutible… 

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… Como discutible es, en fin, la victoria de la propia película (y de su director y su guión) en los Oscars de 1944. No puedo defender yo esta vencedora con el mismo ímpetu con que defiendo, por ejemplo, Gigi, que no sería la mejor película americana de su año pero al menos sí era una de las obras maestras de Vincente Minnelli. Siguiendo mi camino no es una de las obras mayores de Leo McCarey: casi todos preferimos el Tú y yo de 1957, o La pícara puritana, o Dejen paso al mañana, o Nobleza obliga, o incluso Sopa de ganso aunque sea más una película de los Hermanos Marx que de McCarey… Pero eso no quiere decir que no merezca la pena ver Siguiendo mi camino, que merece la pena, y mucho. Detrás de su apariencia apolillada, al fin y al cabo, está el director que mejor comprendía al ser humano en el Hollywood de su época, y eso sigue y seguirá estando vigente.