Crónica del D'A Festival Cinema Barcelona 2025 | La Cabecita

Nuestra época parece ser víctima de una hornada de cineastas obsesionados con unos problemas muy concretos. A saber, la inmigración, la crisis climática, el feminismo y la cuestión de género, o el auge de la extrema derecha, atraviesan gran parte de la producción actual convirtiéndola en una suerte de refritos temáticos fácilmente identificables. Si bien es cierto que todo tiempo posee preocupaciones inherentes al momento social y político que le ha tocado vivir, se echa en falta que el cine, en su pretérita función de agitador de masas, se erija como ese espacio de reflexión donde confrontarnos con la imagen. Un medio que trascienda la impostada rigidez temática actual para explorar nuevos discursos, alejados de dogmas o moralinas.

En este contexto irrumpe, entre otras, La furia (2025), segundo largometraje de Gemma Blasco y película inaugural de la 15ª edición del D’A Festival Cinema Barcelona. La cinta, inspirada en la propia experiencia de la directora cuando tenía dieciocho años, narra la historia de Alexandra (Angela Cervantes), una joven que es agredida sexualmente por un amigo la noche de fin de año. Aunque intenta trasponer las expectativas que una película de este tipo pudiera generar, La furia termina por caer en su propia trampa. Un intento de “exorcismo personal”, como lo denominó Blasco en la presentación de la película, que termina por supeditar las decisiones de dirección a la pulsión del testimonio. De ahí que las metáforas, por momentos sugerentes, que plantea la directora con la tragedia de Medea (hechicera griega despiadada y sedienta de sangre, que traicionó a su propio pueblo y mató a su hermano y a sus hijos) o el rito familiar de iniciación a la caza, suenen artificiosas y reiterativas, desdibujando el viaje íntimo de la protagonista; de la indefensión más absoluta a la furia y la rabia. Tampoco acaba de convencer el personaje de Adrián (un sobreactuado Àlex Monner), más preocupado en lidiar con sus problemas de hombría que en la empatía hacia su hermana, y que termina por convertirse en un personaje carente de interés cuyo acto final busca una redención poco verosímil. Sin embargo y pese a todo, La furia no acaba de ser una película fallida del todo y apunta maneras; el compromiso interpretativo de Cervantes, el costumbrismo y la frescura de las escenas familiares o el uso visceral de la cámara, que en algunos momentos trasciende un guion aburrido e innecesario, nos devuelve a un estado ilusorio de que la cinta terminará virando por otros derroteros. Qué lástima que al final eso no sea así.

Peacock (Pfau – Bin ich echt?, 2024) de Bernhard Wenger presenta una premisa simpática y que funciona durante los primeros minutos de la cinta. La historia de un tipo, Matthias (Albrecht Schuch), que se gana la vida interpretando diferentes personajes en función de las necesidades de sus clientes, nos invita a reflexionar sobre el sentido de la identidad propia. En una época volátil en la que hemos terminado conformándonos por diferentes facetas -en el trabajo, con la familia y amigos, o en el entorno digital-, resulta sencillo olvidar quienes somos o cuál es nuestro propósito en la vida. También, en parte, porque no hay tiempo para ello, ni tampoco resulta pertinentes. Esto es lo que le sucede a Matthias cuando su novia Sophia (Julia Franz Richter) rompe con él alegando que “ha dejado de ser real” y le empuja a caer por una suerte de madriguera del conejo del autoconocimiento. Matthias empieza a cuestionarse quién es y qué quiere a través de un viaje personal que le llevará a vivir todo tipo de situaciones pintorescas. Escenas que, por momentos, evocan a otros títulos similares como la comedia de la cineasta Maren Ade, Toni Erdmann (2016) o la ganadora de la Palma de Oro en Cannes, The Square (2027) de Ruben Östlund. Sin embargo, la efectividad de la premisa inicial que traza Wenger se diluye rápidamente en un guion previsible, más propio del telefilm alemán, y salpicado de gags nada efectivos pese a los encomiables esfuerzos de su protagonista, un más que correcto Albretch Schuch.

Tras su estreno en la sección Generation 14plus de la 75ª edición de la Berlinale, donde consiguió la Mención Especial del Jurado, Têtes brûlées (2025) aterriza en el D’A de la mano de su directora, Maja-Ajmia Yde Zellama. La cinta narra la historia de Eya (Safa Gharbaoui), una niña de doce años de origen tunecino que vive en un barrio humilde a las afueras de Bruselas. Debido a su corta edad, la joven goza del cariño y deferencia de todos los miembros de su familia, especialmente la de su hermano mayor Younès (Mehdi Bouziane), con quien mantiene una relación muy especial. Ambos pasan mucho tiempo juntos; él la acompaña al colegio, le ayuda con los deberes y la ha convertido en la atracción principal de su grupo de amigos que la han acogido como uno más. La devoción de Eya por Younès es total. Sin embargo, todo esto cambia cuando una noche recibe la noticia de que su amado hermano ha fallecido como consecuencia de una bala perdida. A partir de aquí, la cinta se transforma en la crónica de un duelo en el seno de una familia islámica. Un intento de ejercicio empático de acompañamiento en el desamparo que provoca la ausencia de un ser querido y como intentar paliar, si es que eso es remotamente posible, ese vacío.

Con un ritmo lento y contemplativo, Yde Zellama nos invita a descubrir los ritos del islam. Tras el accidente, la casa del fallecido se llena con los miembros de la comunidad que acuden a mostrar su apoyo, al tiempo que cantan, rezan y comen juntos. Ante el dolor de la muerte, la religión ofrece cobijo. Por ese entorno de duelo, Eya deambula en chándal y zapatillas; su desconcierto es fácilmente perceptible. Las figuras que la rodean se le antojan extrañas, y su manera de lidiar con el dolor, una incógnita. Sin embargo, a medida que avanza la cinta, la joven empieza a intuir que el único camino hacia la reconciliación con la muerte de su hermano pasa por la comunión con Dios. Un proceso estimulante a priori, pero que rápidamente se pierde en el efectismo de la “imagen del rito”, olvidando por completo el trabajo emocional e interior de su protagonista. Queda la duda de si lo que buscaba Yde Zellama con esta película era retratar las bondades del islam o articular una reflexión profunda sobre la gestión y la aceptación de la muerte.

Rodada de manera sobria y minimalista, Adabana (2024) de Sayaka Kai nos traslada a un futuro distópico en el que un extraño virus ha reducido dramáticamente la ratio de fertilidad de la humanidad, convirtiendo la longevidad en un preciado tesoro. Solo una élite privilegiada ha sido capaz de aumentar su esperanza de vida a través de las llamadas “unit”, clones de sí mismos que sirven de reemplazo en el momento en que su cuerpo empiece a fallar. En esta sociedad deshumanizada y que evoca a la prosa de Kazuo Ishiguro en Never Let Me Go, no todo el mundo goza del mismo trato, ni de los mismos derechos. Es el caso de Shinji (Arata Iura), designado como “alguien que no debe morir” al ser el heredero de una importante empresa y que esperan un trasplante que le salvará la vida. Para que esta operación sea todo un éxito, el paciente debe permanecer relajado; sin embargo, Shinji sufre de insomnio y ha perdido el apetito. En sueños, se ve hostigado por las recurrentes imágenes de una madre autoritaria (Yuki Saito) y de una extraña mujer (Toko Miura), que no alcanzamos a saber quién es, pero cuya figura sugiere la de una historia de amor fallida.

Durante el tiempo que permanece hospitalizado, Shinji convence a Mahoro (Kiko Mizuhara), la psicóloga que le acompaña durante el proceso, para que le permita conocer a su “unit”. Aunque al principio ella se muestra reacia, finalmente accede. En una sucesión de encuentros Shinji empieza poco a poco a encariñarse consigo mismo; descubre que es un tipo sencillo y sensible, pero con una notable capacidad intelectual (ambos comparten afición por Franz Kafka). Todo de lo que Shinji parece carecer, su copia lo posee. Incluida esa capacidad de disfrutar de las cosas ordinarias de la vida como contemplar el desplazamiento de un caracol. A medida que la relación entre ambos se estrecha, surge en el interior de Shinji la duda de si realmente tiene la potestad de acabar con esa “vida”, si realmente la pena seguir “viviendo”.

El proceso de descubrimiento de Shinji es retratado por Kai de manera delicada a través de un interesante juego de cristales y espejos que refuerza una exquisita banda sonora de Kazuya Nagaya con tintes de Max Richter. Sin embargo y pese a la fuerza de los dilemas morales que plantea, Adabana se pierde en el efectismo. Uno esperaría una profundización en los problemas filosóficos y morales que se derivan del mundo eugenésico que propone la película o en la naturaleza de la identidad y de aquello que nos hace humanos, pero su directora decide ir por otros derroteros. A saber, en la empatía con unos personajes que se nos antojan distantes y herméticos, y a los que no acabamos de entender del todo (algunos de ellos como el anciano en silla de ruedas del inicio, desaparecen sin dejar rastro).

El inicio de Pierce (2024) de Nelicia Low es prometedor: en un día lluvioso y plomizo, el joven Zijie (Hsiu-Fu Liu) ha caído al río y se está ahogando. Su madre (Ning Ding), desesperada, grita desde lo alto de un puente: ¡Zihan, salva a tu hermano!”. Para entonces, el espectador no acaba de estar situado del todo, pero intuye que algo no marcha entre ambos cuando finalmente Zihan (Tsao Yu-Ning) logra sacar del brazo a su hermano. Su rostro descompuesto sostiene un primer plano que Low recuperará al final de la cinta para cerrar un thriller que abre con un emocionante primer acto, pero que no tarda en perder tracción. Poca ayuda presta un guion que a veces peca de autoexplicativo (la escena del bar gay es un buen ejemplo), y a veces de folletinesco (la trama de la madre con su cuñado), ni la interpretación de un reparto muy por debajo de las expectativas que exige la cinta. La bomba de relojería sobre la que se construye todo el peso de la narrativa se precipita en un tramo final de difícil justificación y que desluce lo que podría haber dado de sí una premisa interesante.

La representación italiana de la sección Talents la pusieron Rossella Inglese y su L’origine del mondo (2024) y Christian Filippi con Il mio compleanno (2024), ambas construidas alrededor de personajes atormentados y conflictivos, incapaces de encontrar una forma de estar en el mundo. En el caso de L’origine del mondo, encontramos a Eva (Giorgia Faraoni), una joven que trabaja cuidando plantas en un invernadero. Una noche, su encuentro sexual casual termina en forma de grabación en la mayoría de dispositivos de los vecinos del barrio. Algo que le hace ganarse fama de mujer de vida alegre, además de ser víctima de numerosas faltas de respeto y escarnios públicos. Sin embargo, Eva ya parecería ser un enfant terrible mucho antes. A saber, si en su nombre, en el del título de la cinta y su pasión por las plantas, es posible rastrear una conexión con la expulsión del paraíso y el pecado original. Sea como fuere, su caracterización genera problemas desde el inicio de la cinta; visiblemente amargada, taciturna y sin ninguna habilidad o pasión aparente, Eva nos evoca a una versión descafeinada de la Rosetta (1999) de los hermanos Dardenne. A partir de una serie de sucesos convenientemente trazados, Eva conoce a Bruno (Fabrizio Rongione), un hombre bastante mayor que ella que acaba de perder a su mujer en un accidente. El mismo accidente que provocó el intento de suicidio de ella en el primer acto y que Eva decide confesar al final. Entre ellos surge una relación basada en la dependencia y en la huida hacia adelante, que se sirve de todos los clichés de rancio abolengo que podrían esperarse de una historia de este tipo.

En el otro extremo encontramos Il mio compleanno (2024), una suerte de wannabe de Mommy (2014) de Xavier Dolan sobre la historia de Riccardino (Zackari Delmas), un joven internado en un centro social que está a punto de entrar en la mayoría de edad. Pese a que allí tiene todo lo que necesita (una cama, un plato en la mesa y unos amigos y cuidadores que le quieren), su deseo es otro: celebrarlo con su madre. Una madre cleptómana que le abandonó en numerosas ocasiones y por la que siente una devoción injustificable y del todo enfermiza. No hay nada en la cinta de Filippi que otros cineastas como Dolan no nos hayan contado antes y con mayor acierto: la caracterización de los personajes, una realización picada y cámara en mano, e incluso la repetición milimétrica de escenas como la del baile con los amigos y la madre, que no puede evitar trasladarnos al mítico momento en el que Antoine Olivier Pilon se contornea al ritmo del On Ne Change Pas de Céline Dion.

Precedida de excelentes críticas tras su paso por la Berlinale, donde se hizo con el Premio a la Mejor Opera Prima, El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos quemados en la misma caja) (2025) de Ernesto Martínez Bucio ha sido uno de los visionados más estimulantes de festival. A partir de una realización hecha como a retazos, el cineasta mexicano conforma una enternecedora historia sobre cinco hermanos que deben sobrevivir al abandono de sus padres en el Mexico de los años noventa. Los niños quedan bajo la tutela de su abuela, una extraña mujer llena de supersticiones, que cree que el diablo ronda la casa. De ahí que empiece a colgar cientos de trampas de moscas del techo o cubra las ventanas con periódicos. La extraña conducta de la anciana despierta la curiosidad de los servicios sociales que un buen día se presentan en la casa para hacer una valoración del estado de los niños y ponen en riesgo la integridad del núcleo familiar.

“Da igual si entienden poco o nada de la película”, afirmaba su director en la presentación de la misma, “lo importante es lo que les haga sentir”. Ese es uno de los méritos de El diablo fuma; en la capacidad de crear un universo propio, de decir mucho con muy poco. Valiéndose de diferentes elementos como las grabaciones caseras de la familia o las imágenes televisivas del papa Juan Pablo II, el relato se va articulando a partir de varios niveles de comprensión, atravesados por la mirada ingenua y mágica, que solo la infancia logra proporcionar. Un más que aceptable debut para un cineasta del que seguro seguiremos oyendo hablar en el futuro.

Entre las propuestas ligeras exhibidas en la sección Talents, encontramos El verano más largo del mundo (2024), película argentina rodada por el tándem Romina Vlachoff y Alejandra Lipoma, que recoge la historia de Camilia (Jazmín Carballo), una joven en plena crisis vital que termina trabajando como actriz en un parque de atracciones venido a menos. La cinta, una suerte de coming-of-age en el que es fácil rastrear la influencia directa de otros títulos como Frances Ha (2012) de Noah Baumbach, se podría resumir básicamente en una frase: «Tengo 30 años, soy monotributista y no sé qué quiero hacer con mi vida.» Apelando a un sentimiento que nos ha atravesado a todos en algún momento, El verano más largo del mundo no llega a tomarse nunca en serio, ni tampoco pretende esbozar una reflexión profunda sobre el existencialismo. Al revés, su interés, si es que puede denominarse así, radica en la capacidad que tienen Vlachoff y Lipoma para huir del cliché y conformar un retrato amable y sencillo sobre la adultez tardía. Un ejercicio valiente, pero que no logra alcanzar la brillantez de propuestas predecesoras como la de Baumbach.