Empiezo mi segundo día de Festival con la producción británica Las estrellas de cine no mueren en Liverpool, de Paul McGuigan. Un drama romántico basado en las memorias del actor inglés Peter Turner que narra la historia de amor que mantuvo con la actriz norteamericana Gloria Grahame a finales de los 70. Una apasionada historia que, pese, o gracias, a las diferencias que los separaban, sociales (ella una estrella de Hollywood en decadencia, él un chico de casa humilde de Liverpool que está intentado iniciar su carrera cómo actor) y de edad (se llevaban 30 años), fue de las más comentadas de la época.
La historia se inicia cuando Gloria (Annette Bening) tras un colapso sufrido en una actuación en Lancaster se vuelve a poner en contacto con Ted (Jamie Bell) para que la cuide hasta que se recupere, él la lleva a su casa familiar en Liverpool donde toda la familia la acoge y se encarga de ella mientras él va reviviendo sus recuerdos de cómo se conocieron y enamoraron. La película está narrada, por tanto, a través de flashbacks que, pretendiendo ser ingeniosos visualmente, a veces resultan algo forzados. Por otro lado, la continua contraposición entre ese pasado brillante y un doloroso presente no hace más que contribuir a la fuerza dramática del film. Una fuerza ya de por si poderosa gracias a unas interpretaciones portentosas y llenas de matices a cargo de Bening y Bell; los dos componen una pareja inusual que logra transmitir auténtica química a pesar de la edad que los separa, un trabajo brillante apuntalado por unos actores secundarios a un gran nivel. Una acertada recreación de la época y una fotografía preciosista suponen la guinda para componer una película tan bella como dolorosa y catárquica emocionalmente, que nos regala algunas escenas de esas que permanecen en la retina por largo tiempo. McGuigan ha tenido una carrera más prolífica en series de TV que en cine (aunqué ese detalle, hoy en dia, no suponga ninguna minusvaloración), pero vista esta obra, quizá debería empezar a frecuentar más a menudo la gran pantalla.
Por la tarde, por eso de hacer tiempo, me metí en una sesión infantil, Sherlock Gnomes, película de animación a cargo de John Stevenson y secuela de Gnomeo y Julieta, que he de reconocer que no vi. Es significativo recalcar lo de sesión infantil en este caso ya que, no teniendo nada en contra contra los films de animación, más bien lo contrario, pienso que el gran acierto de Pixar y sus más directas competidoras es ofrecer obras que, teniendo diferentes niveles de profundidad, son igualmente disfrutables por niños y adultos. Pues bien, está claro que esta película no juega en esa liga y su público objetivo es exclusivamente infantil.
La animación es eficaz, incluso en algunos momentos vistosa, pero poco más se ofrece. Con unos personajes y una trama excesivamente planos y previsibles, da la sensación que el universo de figuras ornamentales vivientes que parece intentar crearse ya no da para más. La falta de carisma de sus protagonistas es tal que la pareja protagonista del primer film aquí devienen en secundarios frente a la pareja formada por Sherlock y Watson, los cuales tampoco es que hagan ninguna aportación especial u original, incluso los villanos se perciben desaprovechados y el humor desplegado apenas consigue hacer esbozar algunas sonrisas si tienes más de 12 años. En definitiva, una película que, sin ser mala, resulta demasiado anodina y probablemente sólo sean capaces de disfrutar los más pequeños de la casa.
Tras salir de esta sesión me encontré con la compañera Laura Blanco y juntos acudimos a las sesiones de El fútbol o yo, de Marcos Carnevale, una irregular comedia argentina en torno a la adicción al futbol de un padre de familia, salpicada de momentos inspirados; y de la que fue la película inaugural del festival: La Sociedad Literaria y El Pastel de Piel de Patata, de Mike Newell. Una amable y elegante tragicomedia romántica, con trasfondo histórico, basada en la novela homónima y con una factura británica muy reconocible que trata, entre otras cosas, sobre el poder transformador y liberador de la palabra escrita.