Las diez películas favoritas de Gonzalo Aupi | La Cabecita

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O, mejor dicho, las películas de mi vida. Y quizá es que eso que llamamos vida (y que no es otra cosa que una sucesión de momentos que nos han hecho ser quienes y como somos mientras yo escribo estas líneas o tú las lees) no sería lo mismo, por lo menos en mi caso, sin el cine. Y podría robarle mil años al tiempo y engañar a la muerte continuamente, pero jamás podría alcanzar a explicar lo que el cine significa para mí y lo que ha influido en cimentar los principios que me mueven en este mundo que se debate actualmente en un momento que no acepta medias tintas. Y es que, como trabajador humanitario en mi vida profesional y sintiendo dicha profesión en lo más hondo del corazón, allá por donde Rose guardaba una de las mayores historias de amor de todos los tiempos, no cabe la lógica que explique el porqué de que los seres humanos nos barramos en el barro de la pérdida de moralidad y caigamos en la bajeza de medirnos en guerras que, años después, entendemos que no gana nadie. Quizá este mismo ideal y pensamiento es el que llevó a Zaza Urushadze a ponerse tras las cámaras en Tangerines, esa joya en la que la guerra se simplificaba de una manera tan irracional, llevando el conflicto a una mesa de comedor en el que un hombre en la última etapa de su vida desvelaba los secretos del mundo que habitamos a dos personas que ansiaban asesinarse por el simple hecho de que así se lo habían ordenado sus superiores. Por ello, Mandarinas es la película que abre esta preciosa lista que irá cambiando con el paso de los años de la misma forma que los libros de historia añadirán nuevos ríos de tinta y quizá en algunos de ellos esta pequeña obra de arte de 83 minutos aparezca para resumir lo que miles de personas pensamos en el día de hoy. Y quizá la gran belleza de esta película no solo resida en la profunda crítica hacia nuestro lado más terrible como especie dominante del planeta, si no en demostrar que el amor puede cambiar a personas que están condenadas a ser diferentes a ojos del mundo.

Comenzar un artículo como éste hablando de guerras y calamidades quizá no sea la mejor forma, pero desde esa más absoluta y profunda subjetividad que habita en cada uno de nosotros, he decidido hacerlo de esta forma para que entendamos que también somos capaces de aprender a bailar bajo la lluvia mientras la tormenta continúa, algo que ocurría hace más de medio siglo, en una ciudad perdida del norte de África en el que, mientras el mundo se derrumbaba Rick y Lisa se enamoraban. Haciendo que la ilusión y la melancolía se sentasen al sonido de Sam en un café en el país en el que siempre se bebe té. Casablanca no solo es una de las mejores películas de todos los tiempos, sino uno de los mayores regalos que me hicieron mis padres cuando me la mencionaron por primera vez. Y es que, si uno se detiene y se asoma a la ventana del pasado, comprenderá que elegir diez películas es igual de imposible que elegir los 10 momentos más grandes de tu existencia. Por mayor o pequeño que se sea. Finales como los de la obra de Curtiz son un canto a la vida, una ópera al ‘Ya vendrán tiempos mejores’ y un abrazo a la eternidad que puede conllevar un abrazo en medio de ninguna parte. Por esto y mucho más, es la novena película de esta lista.

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Mil veces oiremos (y las que quedan) que el mundo está habitado por dos tipos de personas. Y no seré yo quien lo niegue. Dentro de esta vorágine de Antropología y Sociología en la que soy absoluto ignorante, solo me atrevo a opinar que si existen dos tipos de cinéfilos. Los primeros, dominados por lo mental y lo racional. Los segundos, cimentados por el corazón y la irracionalidad más bella y absoluta. Digo esto para poner en preaviso de que la mayoría de películas que conforman esta lista, al igual que yo, pertenecen al segundo grupo. ¿Y qué le voy a hacer? Soy un soñador, un iluso y un adicto a la esperanza de cualquier tipo. Por mucho que digan que los sueños, sueños son, nadie podrá poner en duda que, si fuésemos capaces de construirlos, seríamos los mejores arquitectos de la Tierra. El día que decidamos hacerlo, deberíamos detenernos a dialogar y preguntar con el maestro de los mismos: Christopher Nolan. Todo tiene un Origen, en este caso en el análisis del mundo del subconsciente y del laberinto de infinitas salidas y entradas que habita en esta película, elevada a la categoría del arte visual y al Olimpo de las ideas más originales que el S.XXI ha dado en el mundo del celuloide. Habrá quien comience a tacharme de ‘Nolanista’ por esta afirmación, hecho que aceptaré encantado y a mucha honra. Respecto a esto, decir que una cosa es que me guste Nolan y otra ser un idiota, por lo que me incluyo en el primer grupo y la cinta de Christopher conlleva el octavo puesto de la lista no solo por la maravilla de guion que a mi humilde opinión tiene, sino porque fue una de las películas que más preguntas me ha obligado a realizarme y de las cuales nunca creo encontraré la respuesta.

Ay, amigos… Respuestas, eso que siempre anhelamos encontrar en cada revés de la vida y cada momento en el que nos perdemos para descubrir que debemos hacerlo para poder encontrarnos. Muchos de nosotros encontramos las respuestas al cabo de X tiempo a todo aquello que nos preguntamos, pero existe una calle en este planeta en la que, llana y simplemente, es imposible encontrarlas. Dicha calle es la quintaesencia del hipnotismo, de la drogadicción visual y del orgasmo auditivo. Una calle en la que buscas algo que no conoces y en cada rincón habita un secreto que daría la vuelta en la sala de cine a todo espectador que estuviese ante cualquier intento de entender lo que ocurre en Mulholland Drive. La experiencia que viví la primera vez que vi la obra cumbre de Lynch solo es comparable a la magia que existe en la unión de los elementos que conforman ese todo tan magnífico rodado en las colinas de un Los Ángeles fantasmal. Por ello, ésta es la séptima película de mi lista, una obra maestra del mejor creador de atmósferas visuales que ha conocido el cine, al igual que la partitura de Badalamenti es inquietante e inolvidable de la misma forma que los 147 minutos que conforman la cinta.

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Si el futuro continuase en la misma forma que nos presentaban Mandarinas o Casablanca, el hombre irremediablemente está condenando a su propia destrucción como habitante del mundo que pisamos en estos días. Si las guerras continúan, el fuego no cesa y los sentimientos, las emociones y la razón se convierten en cenizas del pasado, probablemente acabemos llegando a un futuro totalmente distópico, enemigo de la filantropía y en el que el infierno pase de estar (metafóricamente hablando) bajo nuestros pies a posarse sobre nosotros en los años venideros. Corre el 2016, y si nada cambiase, quien sabe si en 2019 no nos cruzaremos con Rick Deckard mientras persigue como un soldado de la desesperación a quien intenta escapar de las garras de la indiferencia de la sociedad para poder vivir mientras llueven lágrimas que esconden los secretos que habitan más allá de Orión. Blade Runner es el perfecto ejemplo de que la vanguardia a veces no es sinónimo de aceptación por parte de una sociedad que aún se encuentra a años luz de la magnificencia de la película que se le expone. Por ello, en 1982, la crítica se deshizo en elogios hacia un primerizo Ridley Scott que asombraba a los profesionales del sector como un héroe olvidado al que solo el paso del tiempo le ha correspondido ubicando la mejor cinta de ciencia ficción (y su mejor película) de todos los tiempos (subjetivamente hablando) en el lugar que le corresponde y, en el caso de esta humilde lista, en la sexta posición.

Una de las grandes virtudes de Blade Runner es precisamente mostrarnos el camino que nos espera de no coger otra ruta en la carretera del tiempo por la que circulamos dirigiendo nuestras vidas hacia donde queremos llegar a estar. Y es en esa misma autopista de la vida, en la que, de vez en cuando, aparece una película que nos la cambia por completo. Esos descubrimientos que nos hacen volcarnos de emoción cada vez que hablamos de ellos, de los que soñaríamos con protagonizar y de los que nos aprendemos cada uno de los fotogramas como si la vida nos fuese en ello. Esa clase de películas en las que héroes anónimos se visten con la capa de la más absoluta y artística violencia para defender a quien aquellos que no encuentran el norte en la brújula de la moralidad intentan atacar. Pero, para que ésta fórmula sea efectiva, debemos contar con que, al igual que en otras tantas, la perfección de todos los elementos dé un todo que se convierta en eterno desde que aparecen las letras de crédito. Pocas películas pueden presumir de haber rodado en un ascensor una de las secuencias más vertiginosas y maravillosas de la historia del cine, en la que la violencia y el amor bailan de la mano al son de uno de las mejores y más emotivas bandas sonoras de la reciente historia del séptimo arte. Admitámoslo, todos hemos querido ser Ryan Gosling en Drive, vistiéndonos con la chaqueta del Escorpión, representado la elegancia de la metáfora al sonido de Real Hero. Y, sobre todo, hemos querido ser ‘El chico’, aquél héroes sin nombre que dejó huella en el corazón de una mujer que nunca dejará de llamar a la puerta de aquél apartamento hasta que él no le abra de nuevo. Por todas éstas razones, la cinta de Winding Refn tiene el quinto puesto en la lista de las películas de mi vida, un director con el que siempre estaré en deuda por regalarme algo que se ha convertido en imprescindible.

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Cada una de las películas que hay en esta lista no solo están en ella debido a la grandeza de las mismas, sino porque han supuesto un antes y un después tras ver cada una de ellas. Al final, el cine forma parte de nuestras vidas de una forma o de otra, pero desde luego, dentro del mismo, éstas son las que, si el cine contribuye a ser quien, y como soy, más han influido en ello. La mayoría de ellas tratan sobre ese sentimiento universal llamado Amor. Pero lo hacen de diferentes formas. Algunas predominan en contenido y otras en continente, pero todas ellas son únicas. Qué le voy a hacer, nací amante del amor por naturaleza y, aunque semejante expresión dé ganas de vomitar Arco Iris, es la realidad de mi vida. Todos hemos vivido momentos de absoluta desesperación por culpa del mismo, y también hemos conquistado el universo tras las sábanas de una cama cualquier solo por estar acompañados de quien amábamos. Nunca decidimos cuando aparecen las personas de nuestras vidas, ni tampoco podemos elegir qué sentir hacia ellas. A veces, perdido en la vorágine de la ciudad más grande del mundo, podemos estar acompañados de la soledad más absoluta y pedir una copa de melancolía con hielo esperando a que el siguiente amanecer nos regale otro día infinitamente igual que el anterior. Si alguien no me cree, que le pregunte a Bill Murray en Lost in Translation, cuarta película de la lista y esa cinta de Sofía Coppola en la que dos seres perdidos en el neón de Tokyo se encontraron a sí mismos para volver a perderse por voluntad propia. Quien no habría dado su peso en oro por saber qué se susurraron en medio de aquella jungla de asfalto en la que se abrazaron por última vez como dos personas que deben volver a la realidad de sus vidas. Lost in Translation no solo es un abrazo. Es un susurro y una copa de Whisky en la madrugada de la noche en la que el tiempo paró para poder dormir. Es un llanto de naturalidad en un mundo de estereotipos y filosofía barata, es la ruptura con lo convencional y el Vals de las emociones. Un conjunto mágico formado por solo dos personas que hicieron de un lugar que no conocían la ciudad de los sentimientos y del que todos desearíamos ser parte.

Si algo une a las siete películas de las que he escrito hasta ahora es un denominador común: la más absoluta belleza. La que es imposible de apreciar salvo que uno se lance de lleno a los fotogramas de las mismas como si de un océano al que saltar se tratase. Por ello, hablar sobre la belleza de una forma que se pueda homenajear a la misma de la forma más aproximada posible no es una tarea ni mucho menos sencilla.  Hay directores que, sencillamente, tienen magia dentro de ellos. Ese pequeño grupo de genios que eleva el séptimo arte a la categoría de lo eterno, obteniendo el título de obra para la posteridad en algunas de sus creaciones, las cuáles se convierten en grandes clásicos desde el momento de su estreno y en una experiencia inolvidable durante el metraje de las mismas para quien se lanza a la preciosa aventura de descubrirlas. Yo mismo fui testigo de éste precioso hecho hace ya más de dos años. Corría un febrero del 2014 cuando, en una de mis habituales escapadas en solitario al cine, me hice cómplice sin previo aviso de un hombre que vestía una americana amarillo mostaza, paseaba por una Roma muerta en vida y buscaba desesperadamente la inspiración perdida en años anteriores, olvidada en un rincón absorbido por la fuerza del mar en el que la Luna se sentaba a descansar de cuando en cuando. Pocos finales me han impactado tanto como el de La gran belleza, en el que sentí que el corazón se salía de mi pecho para reunirse junto a dos amantes olvidados que se deshacían en miradas que iluminaban una noche frente a la profundidad de un mar custodiado por un faro que escondía los más bellos secretos de su historia. Y, por ello, la película de Sorrentino ocupa el tercer lugar de mi lista. Dudo enormemente que algún día salga de ella. Y, si lo hace, sabré a ciencia cierta que debo buscar ese rincón de la costa de Italia en el que reencontrarme con ella y, con mucha seguridad, conmigo mismo de nuevo.

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La pasada semana escuché a alguien en un lugar del que ya no me acuerdo reírse de aquellos que disfrutaban de los pequeños placeres de la vida y de las pequeñas cosas que pueden hacernos más felices. Alegaba que eso no era felicidad. Y lo respeto, pero en absoluto lo comparto. Aquellos que somos capaces de saborear los momentos más sencillos de la vida como hacíamos con los helados en nuestra infancia al calor de los abrasadores agostos y éramos felices con ello, vemos la vida de una forma totalmente diferente a quién no es capaz de sentir dicha felicidad. A pesar de no tener la carrera de Psicología, creo firmemente que la única receta para encontrar la felicidad o enamorarse del acto de vivir la creó un hombre llamado Jean-Pierre. Un fabricante de sueños, en formatos de celuloide que le decidió regalar al mundo un conjunto de emociones que se lanzan a volar dentro de uno mismo cuando, de forma totalmente irremediable, uno se da cuenta, a mitad de película de que está totalmente enamorado de Amélie. La señorita Poulon te roba el corazón sin que te des cuenta. Lo hace con la misma sencillez con la que regala felicidad a personas sin esperar nada a cambio más que el simple hecho de empujarles a un baño de ilusión. Amélie es un canto a la vida bajo la lluvia de una noche cualquiera. Es un regalo para el mundo. La filantropía hecha película. Una sucesión de alegrías enlatadas en una cinta que todos deberíamos de vivir algún día. Es un sueño que sueña consigo mismo. Es un París como ningún otro se ha filmado antes. Es la esencia de la ilusión en forma de dos personas que podrían recorrer el mundo tres veces empujados por los caballos que galopan en su interior cuando se miran. Es un paseo sobre los adoquines de Montmartre en una Vespa que no es más que el vehículo en el que abrazarte a quien te regala tu propia libertad. En un verano del que ya han pasado casi tres años y han llovido océanos de momentos, me enamoré hasta un punto que no conocía de una chica tan sencilla como perfecta. Con las que hipotecarías tu vida por un día a su lado. Y que, cuando sonríe, el mundo no solo se hace más bonito, sino que es un lugar mejor gracias a ella. Por todas estas razones, este momento de mi vida se lleva el segundo lugar en mi lista. Porque hay películas, que más que películas, se convierten en parte de ti. En un momento. Y no lo cambiarías por nada.

Llegando a la cumbre de la lista de las películas de mi vida, me doy cuenta de que el primer puesto de la misma no solo es la película que, al verla sentí que la protagonizaba, sino que, hasta el momento nunca he vivido una experiencia igual en una sala de cine. Cuando leí antes del estreno de la misma, debo reconocer que ya me enamoró la sinopsis de un proyecto que quería representar la propia vida a través del mundo del cine. Hay películas que están condenadas al exilio durante décadas hasta que la sociedad del futuro reconozca la grandeza de las mismas. Y quizá llegue el día en el que la vanguardia del cine y la sociedad vayan de la mano, haciéndose una a la otra, debiéndose tanto y alcanzando la simbiosis como fuente de inspiración para ambas partes. Algo así como una retroalimentación en el que el empuje es mutuo, rompiendo fronteras y bailando más allá de los límites que nosotros mismos nos imponemos. Hay directores que deciden empapar la tolla con el sudor de la aventura antes de tirarla, que luchan por los ideales y los principios que les mueven y que poseen la máxima ambición de expresar su subjetiva visión de la existencia humana a través de los fotogramas de una película. Habrá quien ya sepa, en base a lo que he escrito, cuál es la película de mi vida. Tanto de forma literal como metafórica. Todo comenzó con un rótulo sobre unas nubes, en el que al sonido de Yellow de Coldplay un niño miraba las estrellas como la canción ordenaba y jugaba con las nubes al escondite sobre el manto verde de un jardín que era testigo de esa bendita inocencia que el mundo pretende robarnos cuando crecemos. Debo reconocer que me he enamorado (y seguiré haciéndolo) de algunas personas en esta vida, como todos nosotros, pero también lo he hecho de algunas películas. Boyhood es la que lidera todas ellas. Es el alma de mi amor por el cine. La esencia de la pasión irracional que siento por el séptimo arte. Es la vida hecha película y la película hecha vida. Es el cine que decide ser lo que quiere, que ruega mostrar lo que sucede en una de las etapas más importantes y decisivas de la existencia humana como es la infancia, la adolescencia y la entrada en la edad adulta. Boyhood es un conjunto de factores que la hace única. Es el roce de una mano en una tarde de otoño. Detener el tiempo en una mirada de complicidad donde los labios se besan sin que nos demos cuenta. Y, ante todo, es el final más bello que ha dado la historia del cine en opinión de quien esto escribe. Porque, vayas a donde vayas, seas quien seas y le pese a quien le pese… Como siempre he dicho, Boyhood es Mason. Pero también lo soy yo. Y, probablemente, tú.

10. Mandarinas (Zaza Urushadze,2013)
9. Casablanca (Michael Curtiz, 1942)
8. Origen (Christopher Nolan, 2010)
7. Mulholland Drive (David Lynch, 2001)
6. Blade Runner (Ridley Scott, 1982)
5. Drive (Nicolas Winding Refn, 2011)
4. Lost in Translation (Sofía Coppola, 2003)
3. La gran belleza (Paolo Sorrentino, 2013)
2. Amelie (Jean-Pierre Jeunet, 2001)
1. Boyhood (Momentos de una vida) (Richard Linklater, 2014)