Cuando Alan Rickman terminó de rodar la última película de Harry Potter, en 2011, escribió una carta de despedida en la revista Empire en la que, con nostalgia, repasaba lo mucho que sus protagonistas habían cambiado con el paso del tiempo. De lo importante que es saber contar una buena historia. Para entonces, el hype de la saga escrita por J.K. Rowling se encontraba en pleno apogeo y sus fans se contaban por millones. Las fortunas que amasaba Warner, también. Hoy, cinco años más tarde, la historia que comenzó con el nacimiento de uno de los mejores actores del Reino Unido, llega a su fin a la pronta edad de 69 años a consecuencia de un cáncer.
Escribirán mucho sobre Alan, quizás demasiado, pero nada podrá hacer justicia a la inabarcable carrera de un hombre que ante todo, fue un artista enamorado del arte y de su trabajo. Desde sus inicios en el mundo de la interpretación, su voz grave, así como su particular dicción, y su portentoso físico, le valieron un aura genuina que ya hubiera querido para sí muchos de los coetáneos de su época. Pero no fue hasta el boom de Jungla de Cristal, en donde interpretó a un malcarado alemán que le ponía las cosas chungas a Bruce Willis, cuando Hollywood se fijó en él. Ese mismo gigante del celuloide volvería a pedirle, siete años más tarde, que se pusiera en las botas del coronel Brandon en Sentido y Sensibilidad, donde descubrimos su cara más romántica y clásica, y en las de Robin Hood, para dar vida al sheriff Nottingham.
Sensible, abnegado, curioso, fiel (pasó cincuenta años de su vida con la misma mujer), cínico, mordaz… Alan trabajó duro y no siempre con el “debido” reconocimiento (por Rasputín, gracias a dios, se llevó el Globo de Oro y el Emmy), hasta que en 2001, J.K. Rowling le llamara por teléfono para pedirle que interpretarse a Severus Snape, uno de los papeles que cambiaría su carrera para siempre. Con él nos emocionamos, crecimos y ante todo, aprendimos a amar el cine como sólo con él se podía hacerlo: incondicionalmente.
Hoy (14 de enero de 2016) el mundo del cine llora una pérdida irreparable. Nuestras almas, rotas, no encuentran consuelo alguno en las muchas palabras que pueda escribirse en su obituario, porque su figura era demasiado grande, porque la luz que emanaba su voz, es eterna. Con su muerte, muchos de sus proyectos se quedan en el aire, inconclusos. Nos quedará su obra sí, pero también un dolor que se cala en los huesos y no se va. Por eso, cuando mis nietos vengan a verme un día y me encuentren viendo alguna de las cintas de Alan me preguntarán; ¿después de tanto tiempo? y yo responderé, “Siempre”.