Gigi – Maldita Gigi | La Cabecita

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Cuando uno habla de películas malditas la gente suele pensar en obras de ambición tan desmedida que casi todo el mundo encontró absurdas, o tan extrañas y oscuras que nunca encontraron aceptación generalizada pese a la defensa acérrima de unos pocos, o simplemente tan poco comerciales que los productores las mutilaron y, aunque gusten, la gente se preguntará por siempre si no podrían haber sido aún mejores. Cuando uno habla de películas malditas, en definitiva, difícilmente conseguirá que, de buenas a primeras, la gente piense en un musical agradable, taquillero, hecho exactamente como su director quiso y que arrasó en los Oscars de su año, 1958, batiendo el record de premios, con nueve, que hasta entonces mantenía un mito de la talla de Lo que el viento se llevó, con ocho.

Pero el caso es que Gigi es una película tan maldita que incluso el record le duró solo un año, y en 1959 Ben Hur lo batió consiguiendo once nudistas dorados y hasta hoy lo mantiene, igualado pero no superado.

Gigi es maldita porque ganó el Oscar en 1958, un año que en su momento no parecía gran cosa pero que el cinéfilo actual tiene en gran estima porque nos dio nada menos que a la recientemente coronada, por la revista Sight & Sound, como mejor película de la historia, Vértigo (De entre los muertos). También nos dio Sed de mal, Cenizas y diamantes, Mi tío, El salón de música, Como un torrente y otras muchas favoritas de la crítica, una crítica que, sin embargo, no estaba allí, en 1958, para agasajarlas, y que solo se dio cuenta de la grandeza de esas obras a toro pasado. Y así, cuando el cinéfilo echa la vista atrás, es muy fácil decir “Pero ¿cómo pudo ganar Gigi en el año de Vértigo”? Y aunque quizá sea cierto que la mejor película de Hitchcock siempre será mejor que la mejor de Vincente Minnelli, uno no debería despreciar al genio del musical tan a la ligera, ni mucho menos su obra magna.

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Gigi es maldita también porque osó adaptar una novela francesa, osó recrear París en estudios californianos, osó usar actores franceses haciéndolos hablar en inglés con marcado acento galo, y osó, en resumen, retratar la cultura francesa sin ser francesa, de modo que incluso los críticos de Cahiers du cinéma la ningunearon. Me explico: estos críticos fueron los encargados de la revalorización de Minnelli en los años 60, llamándolo “autor” y viendo en sus aparentemente intrascendentes musicales y en sus operísticos melodramas miles de temas comunes y fascinantes, supuestamente tratados poco menos que con la profundidad de un Kierkegaard. Tal fue el delirio que una gran película imperfecta como es Brigadoon se convirtió de repente en la piedra angular del género y de la obra de Don Vincente, provocando sesudos análisis de su uso del color y el decorado en relación con la temática Minnelliana del sueño oprimido por las constricciones sociales. Pero claro, Brigadoon estilizaba, exageraba, americanizaba y hasta casi parodiaba la cultura escocesa, y lo escocés a los vecinos francoparlantes se la ha traído siempre bastante al pairo; eso sí, que se le ocurra a un americano afrancesar hasta el delirio lo francés, que se le ocurra a Don Vincente hacer con ellos lo que ya había hecho a los de las Highlands, y ahí has visto a los críticos de Cahiers: ignorando a la pobre Gigi por los siglos de los siglos.

Otra de las maldiciones de Gigi es compartir actriz con y tener un nombre muy parecido al de Lilí, musical con cierto encanto pero francamente menor y decididamente cursilón de Charles Walters. Por asociación, con ese nombre, esa actriz, esos vestidos de época y ese technicolor pastel, Gigi parece necesariamente una cursilada similar, pasada de moda y ñoña, cuando, ya desde la novela gozosamente amoral de Colette en que se basa, la de Minnelli es una cosa mucho más audaz, provocadora incluso, aguda como pocas y hasta salaz.

Y Gigi es maldita, final y simplemente, por ganar nueve Oscars. Cuando uno dice así, a boca llena y con mayúsculas, “NUEVE OSCARS”, uno tiende a esperarse la madre de todas las películas, algo entre épico, importante, grandioso, monumental y serio, sobre todo serio. Y mucho cinéfilo se sorprende al encontrarse una película ligera como el aire, voluntariamente intrascendente (aunque ahí radique su inteligencia), que no solo es ligeramente frívola sino que presume de serlo y hasta ensalza la frivolidad…

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En resumen, que la pobre Gigi no suele tener quien le escriba, por nacer en 1958, por llamarse como se llama, por ir de francesa sin serlo y por haber acaparado premios. Así pues, déjenme a mí escribirle algo, defenderla, glosarla, y unirme a sus pocos pero fieles fans, los que la consideramos la suma y compendio definitivos del arte Minnelliano y, sobre todo, los que la consideramos, simplemente, una delicia. De acuerdo, no es Vértigo, y no es Sed de mal tampoco, pero apreciémosla igualmente por sus méritos, que no son pocos.

Gigi no es una película cursi ni ñoña: es la película de un hombre, Vincente Minnelli, de todo menos ñoño, basada en la novela corta de una mujer, Colette, de todo menos ñoña. ¿Cómo puede ser cursi una película que cuenta la educación de una quinceañera para convertirse en ramera de lujo de los parisinos más ricos, y que encima lo hace sin el menor asomo moralista? ¿Cómo puede ser cursi una película que arranca con un viejo verde cantando las alabanzas de las niñas pequeñas porque pronto serán mujeres disfrutables sexualmente? Y es que Minnelli, como en su momento lo hizo Colette, está claramente del lado del vividor frívolo, lo cual no excluye estar también del lado de Gigi, la protagonista. La muchacha encarnada por Leslie Caron es preparada por su familia para un mundo de amoríos lujosos y sucesivos con caballeros millonarios, pero se da cuenta de que a ella el vulgar matrimonio burgués le tira más, y Minnelli defiende, sin duda, su derecho a elegir lo que más le apetezca, pero sin criticar, sino más bien ensalzando, el que a otros les pueda tirar más el puterío (perdón, cocotterío, que en francés suena más fino). Gigi se construye como un canto al “que cada cual haga lo que le haga más feliz”, esquivando con malabarismos y elipsis dignas de Lubitsch la censura de la época para retratar con rendida admiración la frivolité amorosa y sexual de la Belle Époque.

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Pero no solo profesa el director admiración por esa libertad y libertinaje sino, en general, por todo un mundo, por toda una cultura, la de la Francia anterior a la Gran Guerra, mimada y adorada en cada encuadre por Minnelli, que en cada plano parafrasea a un pintor con un detalle de color, o cita a un escultor, o utiliza una moda para definir a un personaje (ese Honoré cuyos muebles son de la más rabiosa actualidad de los años 1890, contrapuesto al mobiliario de la tía Alicia, tan prerrevolucionario)… La película de Minnelli respira cultura y canta a la cultura. Una cultura idealizada, sin duda, presentada casi como un paraíso, un mundo más libre y refinado que la América de los años 50, pero los críticos franceses deberían haberse sentido halagados, no ultrajados. Esa no es, desde luego, la Francia real, pero es la Francia soñada por generaciones y generaciones de no-franceses y, por ende, tanto o más valida que la real, al menos como objeto cinematográfico, que el cine es ante todo sueño.

Y es que, hay tanto que alabar aquí: desde ese tono tan generoso y ambiguo en donde tanto la frivolidad como la estabilidad sentimental valen, hasta la belleza de cada encuadre y cada decorado, desde la brillantez de cada canción (Lerner y Loewe alcanzan aquí muchas de sus cimas, con melodías tan buenas como la de la canción del título y letras tan irónicas como el “I’m glad I’m not young anymore… forevermore is shorter than before”) hasta la ligereza de un montaje sin un solo fundido en negro, desde el uso ingeniosísimo de la mímica en varias escenas virtualmente mudas, hasta sus certeros diálogos lapidarios para resumir todo un personaje (“Liane se ha suicidado… otra vez”). Minnelli se hallaba aquí en pleno control de sus facultades narrativas y expresivas, y las puso al servicio de un guión impecable, de una inteligencia muy superior a la que su aspecto puede hacer esperar. No será Vértigo ni Sed de mal, pero sí es The Bandwagon, y Cita en San Luis, y Siete novias para siete hermanos, quizá incluso mejor. Si cualquiera de ellos hubiera ganado 9 Oscars en sus respectivos años, muchos les tendrían la misma tirria que algunos tienen a Gigi, y todos sabemos que eso sería una injusticia