Tiburón – Cuando Spielberg gritó tiburón | La Cabecita

Tiburón 3

Unos veinticinco años antes de pasar por Omaha en Salvar al soldado Ryan, Steven Spielberg comenzó a escribir su leyenda en otra playa, la de Amity Island. Esta vez la sangre y las vísceras se las apuntaba un terrorífico tiburón blanco, que amenazaba con echar por tierra la preciada temporada de verano de este pequeño pueblo costero.

Tiburón supuso, simple y llanamente, una nueva forma de hacer cine, mucho más realista y cercano al espectador, en la que Spielberg supo exactamente lo que este quería, estableciendo con él una conexión tan fuerte que la gente se peleaba por conseguir entradas. Tiburón se convirtió un auténtico fenómeno de masas, acuñando el hasta entonces inexistente término de blockbuster (tan sobreexplotado hoy en día).

La fórmula de su éxito puede apreciarse en dos sencillos elementos que aparecen junto a los títulos de crédito iniciales: El plano subjetivo metiéndote en la piel del tiburón y esas dos asfixiantes notas de la banda sonora de John Williams. Desde esos primeros compases, Spielberg ya te tiene totalmente ganado. Otro de los grandes méritos de Tiburón consiste en su extraordinaria habilidad a la hora de mantener el suspense y aterrorizar al espectador sin mostrar al escualo hasta casi el tercer acto.

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Según cuenta el propio Spielberg, comenzaron a rodar sin tiburón por falta de presupuesto y con un guion sin terminar, supliendo estas carencias con mucha improvisación y diversos recursos cinematográficos. Esta curiosa anécdota demuestra como el ingenio y el talento puede hacer funcionar casi cualquier cosa en el cine. Y es que esa cámara paseándose por el agua entre las piernas de los bañistas es mucho más efectiva de lo que podría haber sido el más horrible de los tiburones.

Un interesante tema subyacente es el de la negativa del alcalde a reconocer que hay tiburón asesino merodeando sus playas, por miedo a que cunda el pánico entre los turistas y sus dólares acaben en otro lugar, actitud que queda perfectamente reflejada en la frase “Gritas barracuda, y todo el mundo dice: Bueno, ¿y qué? Gritas tiburón: Cunde el pánico y adiós a la temporada de verano”. Relacionado con lo anterior, es curioso observar como no llegamos a ver al tiburón hasta ese momento en que  el mismo alcalde está en la playa con su familia, alentando a los demás para que se metan al agua, cuando ni siquiera el mismo se lo cree.

Le pese a quien le pese, Spielberg es un grande. Sólo hay que estar un poco atento y ver como maneja la tensión, subiendo poco a poco el voltaje en cada escena, con esas calmas antes de la tormenta: Empieza metiéndote en la cabeza de nuestro sufrido capitán Brody sentado en la playa, mientras observa al borde de la paranoia como los adolescentes hacen bromas y los niños chapotean; sigue con varios zooms al rostro de Brody, cada vez más histérico por varias anécdotas malinterpretadas; y termina con esa desgarrada y ensangrentada colchoneta amarilla volviendo a la orilla. Y a ti se te va a salir el corazón del pecho (probablemente la mejor escena de la película).

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Con la llegada del tercer acto comienza otra película distinta. Tres personajes en un barco durante tres cuartos de hora a la caza del monstruo. Sabes que no vas a volver a tierra firme hasta que no acaben con él, y que no va a haber un barco más grande. Durante este lapso, hay espacio para todo: Desde el cine de aventuras más puro hasta la más burda comedia, como ese gran “momento de las cicatrices” una vez ha caído el sol (atención al monólogo de Robert Shaw, impresionante). Sin olvidar esos horripilantes momentos cuerpo a cuerpo frente al Tiburón que, a día de hoy, después de haber perdido la cuenta de los visionados, me sigue dejando el estómago al revés. Todo ello bajo un realista planteamiento visual que roza lo semi-documental, gracias a que Spielberg insistió en rodar en el mar, a pesar de las dificultades que aquello acarreaba.

Dicho rápido y mal: Tiburón es, en mi opinión, la mejor y más influyente monster-movie de la historia del cine, convertida a día de hoy en todo un icono de la cultura popular, desde su póster hasta su mítica banda sonora, referenciada e imitada hasta la saciedad.

Con razón yo odiaba el mar.