¿Quién teme a Virginia Woolf? – La locura del amor sin fruto | La Cabecita

Lo primero que se me vino a la mente al ver a Elisabeth Taylor escupir trozos de pollo durante la primera escena de la película mientras conversaba con un Richard Burton dócil, medianamente atento a sus boberías, fue algo así como una imagen de la genio Woolf, observando atenta, valorando la posibilidad de que semejante folletín fuera digno de llevar su nombre en el título.

Muy lejos de mi pensamiento anduvo el maestro Edward Albee, al escribir la magnífica obra teatral en la que está basado el guión de Ernest Lehman. Cuando asistimos a los duelos de diálogo, a cada réplica de Taylor a Burton y de Burton a Taylor, cada cual más cruel, implicando en su juego malévolo a Nick y a Honey, cada vez más borrachos y fuera de lugar. Cuando sonrío con los chistes de un marido condescendiente por los que algunas pondrían el grito en el cielo, y transpira escenario cada plano de Mike Nichols, curtido en teatros, exprimiendo cada gota de emoción surgida del verdadero romance que mantuvieron fuera de cámara los actores protagonistas. Es entonces cuando Virginia se evapora de mi cabeza y me doy cuenta de que estoy ante una obra de arte que creo haber visto mil veces porque cientos de películas que vinieron después se inspiraron en ella. O no he visto ninguna porque, en realidad, se limitaron a copiarla burdamente.

Avanza el metraje y, mientras dibujo los posibles desenlaces, celebro la realidad de Martha, concebida sobre sufrimiento. Me apena Nick y su poca determinación. Con tal sucesión de whisky, me pesa no ver a un médico en escena e imagino qué hay de verdad en las historias que el matrimonio senior va relatando, temiendo después por las consecuencias de la noche para la joven pareja, todavía estéril de la desidia conyugal.

Sin embargo, es un guión tan intenso que da tiempo también a que el cerebro se agote con el ritmo, implacable como los años de convivencia, pues la guerra verbal constante que va dejando paso a veces a lo surrealista puede mermar el interés del espectador contemporáneo.

Para cuando llegamos al equivalente al tercer acto, y quieres (yo, al menos) que la noche en casa de Martha y George continúe para siempre, da paso a un amanecer resacoso que asusta mucho, sobre todo para los que aún podemos acabar interpretando esos dos papeles de almas frustradas que quedarán para la historia.

Crítica escrita por Ágata Wyler