La música en el cine de Xavier Dolan (I) | La Cabecita

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“Y cuando nos encontremos / que estoy segura de que lo haremos / todo lo que había ahí / seguirá existiendo / lo dejaré estar / me callaré la boca / y tú pensarás / que he pasado página”.

Decía Xavier Dolan (Montreal, 1989) en una entrevista presentando Juste la fin du monde que inicialmente dudó sobre si usar ‘White Flag’ de Dido para una de las secuencias de su película Mommy (2014). Temía que la gente rechazase esa elección por ser demasiado comercial; sin embargo, actualmente se alegra de haberla elegido, y hace un llamamiento en esas declaraciones a Vulture: “hay que dejar de tener miedo a que la gente desapruebe estas elecciones por ser demasiado comerciales o accesibles, la actitud snob viene del hecho de que esa gente se niega a sí misma la legitimidad del placer”.

Personalmente, estoy de acuerdo con él; es un acierto ver en Laurence Anwyays (2012) cómo Laurence y Fred huyen haciendo volar a su paso los roles de género (representados por la ropa) mientras suena ‘A New Error’ de los más alternativos Moderat y, sí, es un acierto la inclusión del megahit de Dido en su quinta película. La primera vez que vi Mommy no entendía el motivo de usar esa canción, pero caí en la cuenta de que el motivo se revela al final, y lo cierto es que es la propia “mommy” la que lo revela: Diane (Anne Dorval) le dice a su hijo que, pase lo que pase, y aunque ocurran cosas que hagan pensar lo contrario (quizás preparándole para lo que va a ocurrir poco después) siempre va a quererle, nunca dejará de hacerlo, “yo te querré más y más, y tú cada vez menos”.  “No habrá una bandera blanca sobre mi puerta, estoy enamorada y siempre lo estaré” cantaba Dido en el comienzo del film… curiosa la reinterpretación de una canción a la que muchos hemos acudido (venga ya, no lo neguéis) al sentir un amor no correspondido, siendo el máximo exponente de eso su puente final, con el que empezábamos este artículo.

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Habrá quien piense que para qué analizar el uso de la música en la filmografía de Dolan, que, puestos a ello, habría que analizarlo en la de cualquier director. Pero hay directores cuya relación con la música de sus obras no es cualquier relación, y el joven director canadiense es uno de ellos. Esto no parece ser algo que le haya venido por contratar a un experto musical una vez conocido el éxito, su buen olfato (u oído) para esto podía verse ya desde su ópera prima: el “polvo pasado por pintura” de J’ai tué ma mère (2009) no sería lo mismo sin ‘Noir Désir’ de los belgas Vive La Fête. Y es que la música para Dolan no solo está ahí para adornar una escena, que también; la música es un complemento necesario que potencia el mensaje de la escena, que a veces se usa como guiño (ese “bang bang” en Les amours imaginaires (2010)) o que incluso expresa o cuenta cosas que ésta por sí sola no hace, llegando a veces a no entenderse ésta sin su canción.

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Un argumento que apoya esta idea de que para él la música es algo más es el hecho de que rara vez usa solo una parte de la canción. Alguna vez las corta, sí, pero la inmensa mayoría suenan enteras, o prácticamente enteras, aún a riesgo de hacerse pesado… que, de hecho, para algunos de sus críticos lo acaba siendo. El uso de ‘Blue (Da Ba Dee)’ de Eiffel 65 es una de estas excepciones, y personalmente lo agradezco, siempre he encontrado irritante esa canción… que es precisamente lo que va sintiendo Kyla (Suzanne Clément) ante tanta burla, desobediencia, gritos y faltas de respeto, hasta que la canción desaparece de la pantalla y también del cerebro de Kyla, quien en unos segundos sustituye esa timidez ante la que Steve (Antoine Olivier Pilon) se crecía por una furia que ni Regan MacNeil, una furia que es la responsable de que el niño-que-se-cree-adulto nos muestre que lo realmente está ante nosotros es eso, un niño. Un niño vulnerable, asustado ante el mundo e incapaz de comunicarse, aunque su incapacidad de comunicación sea distinta al tartamudeo de Kyla.

Un niño del que realmente ya nos habían hablado antes, de forma más sutil, en esa escena en la que tenemos de fondo ‘Colorblind’ de Counting Crows. Un niño al que le encanta hacer el tonto y que los demás se rían con él, que lo mismo te suelta “que te follen, zorra”, que se pinta cual diva y empieza a bailar una de Céline Dion con su madre y su vecina. ‘On ne change pas’ les recuerda a madre e hijo esos momentos en los que fueron muy felices, en que sus vidas eran mucho más fáciles, a la vez que les aporta un nuevo recuerdo agradable: ese baile improvisado en la cocina donde tanto ellos dos como Kyla son felices, aunque sea por unos instantes y, en el caso de Kyla, se siente cómoda con ellos hasta el punto de cantar, cuando el mero hecho de hablar le aterra.

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Y, si de instantes felices hablamos, tenemos que tratar una de las escenas más aplaudidas de la película, aquella en la que Steve abre literalmente el plano. Lo hace mientras la segunda estrofa de ‘Wonderwall’ se abre paso tras el estribillo, y la elección del mayor éxito de Oasis no parece ser casualidad. Nos habíamos acostumbrado a la estrechez de pantalla, pero no por eso dejaba de resultarnos incómoda, a veces asfixiante, como la cotidianeidad de Steve, Diane y Kyla. Steve respira y nosotros respiramos. ¿Qué es eso que puede salvarnos, como escribió Noel (y cantó Liam)? Aquí, todos tienen esa pequeña wonderwall: Diane siente que por fin su hijo parece estar yendo por buen camino, que puede tener una vida más allá de él, y que no está sola; Steve siente cariño, siente que puede avanzar, que puede tener un objetivo, que quizás el mundo no sea tan terrorífico si tienes gente que te apoya y te motiva; Kyla, por su parte, es el personaje más misterioso, no llegamos a saber qué le pasó en el colegio, no sabemos qué relación tiene con su marido y con su hija, pero sí podemos intuir que no es feliz, y que hay algo en el caos de esa familia que le sienta genial, que, con todas sus locuras, suponen para ella un refugio (manejo distintas teorías en cuanto a Kyla, pero una que nunca he leído y que me vino a la mente al revisionar la película y fijarme en detalles de planos y diálogos es que la vecina siente por Diane algo más que una amistad).

Esta felicidad no dura para siempre, como nos deja claro ese blast from the past que supone la llegada de la carta. El plano vuelve a estrecharse, hasta que la angustia es máxima en la escena del karaoke. Se me ocurren pocas canciones con las que puedas hacer más el ridículo (más aún si desafinas) que ‘Vivo per lei’ de Andrea Bocelli, pero el amor casi edípico de Steve hacia su madre le lleva a intentar “reclamar el terreno” frente a Paul (Patrick Huard), sin éxito. En este caso, podríamos decir que la canción es usada como un macguffin que lleva al límite la situación y dinamita el enésimo intento de Diane de salvar a su hijo, de hecho, no solo se pierde esa oportunidad sino que la relación entre madre e hijo parece más deteriorada que nunca.

Todo esto, sumado al incómodo acercamiento de Steve al día siguiente, y especialmente al gesto autolítico en el supermercado, hacen que Diane, totalmente superada ya por las circunstancias, decida hacer uso de la ley 14S e internar a Steve, una decisión que vemos representada en la que quizás sea mi escena favorita de la película, una maravillosa (y engañosa) secuencia que, de nuevo, no sería lo mismo sin la música de Ludovico Einaudi. Aunque la mayoría de las canciones que usa en sus películas tienen letra, y la letra suele estar en relación con la situación, Dolan sabe perfectamente que una composición como ‘Experience’, y más si lo combinas con un montaje que le sienta como un guante a esa melodía in crescendo, puede ponernos los pelos de punta sin que escuchemos una sola letra. No hace falta letra, nosotros se la ponemos mientras vemos, en una sucesión de imágenes que recuerda al final de A dos metros bajo tierra (quizás una de las razones por la que es mi momento favorito), el prometedor futuro de Steve, y la alegría y el orgullo de Diane y Kyla al respecto… porque ese es el futuro de Steve, ¿verdad?. “¿Verdad?” nos preguntamos mientras caemos en el detalle de que sus grandes ataques de ira están también sonando de fondo, y confirmamos nuestros presagios al ver a Diane paralizada aunque el semáforo esté en verde, y sobre todo cuando dice que quiere parar para ir al baño. El “no, no, no” se va repitiendo en nuestras mentes, la tensión crece dentro de nosotros y va a más cuando leemos las caras de Diane y Kyla. La que es probablemente la decisión más dura que ha tenido que tomar Diane en su vida no se ha explicado racionalmente, no se ha dicho una sola palabra, se ha hecho algo mejor: la hemos visto y la hemos entendido, la hemos vivido. Lo dicho. No hace falta letra. O, para quienes hayan visto La llegada (2016), quizás no era lo que entendemos por letra.

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No sabemos qué pasa con Steve en el final de la película, no sabemos si es simplemente un “este chico siempre acaba metido en líos”, si se busca expresar la unión hacia su madre que le hace imposible estar tanto tiempo sin ella, o si, como podría sugerir el uso de ‘Born to die’ de Lana del Rey, salta por la ventana y su futuro es más bien negro… o si son las tres cosas a la vez. Lo que está claro es que no nos vamos a olvidar fácilmente de Diane, Steve y Kyla, y que la música ha jugado un papel importante en que sea difícil desprendernos de ellos. Y esto, para un melómano, es doblemente emocionante.

En próximas entregas seguiremos deteniéndonos en el uso de la música que hace Xavier Dolan en sus películas.

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Artículo escrito por Pablo N. Tocino