La escena indiscreta – Érase una vez en América | La Cabecita

Ya lo puse en mi top de películas preferidas, al igual que lo pongo y digo en cualquier ocasión que pueda. Hay muchas películas de todo tipo, no solo en términos de características de género cinematográfico, sino en visiones distintas de una realidad, diferentes maneras de afrontar un guion, una temática, unos personajes, un concepto, una tesis, una emoción. Es muy aventurado atreverse a hablar de una obra como “la mejor de la historia”, pues la frase en sí ya es bastante controvertida por la variedad de gustos que existen en cada uno. Habiendo visto cine de todo tipo, época, género, corriente (y todo el que me queda), hay una que sobresale de la media, una obra de arte total que engloba todo aquello que hace del cine el lugar donde soñar y crear una explosión de sentimientos que se vuelven eternos e inolvidables. La pasión por el cine es innata en mí gracias a la obra maestra absoluta de Sergio Leone, Érase una vez en América.

Teniendo en cuenta mi amor incondicional a la película, creo que queda claro el arduo trabajo que ha sido escoger una escena en concreto para analizar. Hace pocos días tuve la oportunidad de volver a disfrutar de ella, ésta vez (por fin) en una pantalla de cine, y no podía salir de mi asombro. Podría hablar de la escena del teléfono sonando como recurso de flashback que reinventa la norma del montaje hacia atrás, o de la trágica muerte a cámara lenta bajo el puente de Manhattan junto al leit motiv de la amistad, la flauta de pan, o incluso de secuencias como la de la tarta, la visita a las tumbas, la elipsis de la mirada a una Deborah bailando de niña o la sonrisa final que funciona a forma de guiño de Sergio Leone para hablar del sueño americano, uno de los temas centrales de la película. Me he quedado esta vez con la escena de la horrorosa revelación de un engaño y traición de 35 años. Esta es una escena muy, muy poderosa en muchos ámbitos, los cuales pasaré a explicar a continuación, pero lo primero a comentar debería ser la síntesis que hace del estilo de la película.

En este clip tenemos condensado toda una forma de plantear la historia tal y como ha hecho Leone: primeros planos, primerísimos primeros planos, planos conjuntos, juegos de luces exclusivos para cada personaje, y sobre todo las pausas, unas pausas que alargan una acción de trama que otro director hubiese recortado, grabado y montado con más planos durante menos tiempo. Pero el director italiano no lo hace así, quiere que la emoción que representa ese instante sobresalga de la expresión, de la mirada, hacia el espectador, de una forma dolorosa. Esa será la fórmula de Érase una vez en América que se repetirá en las casi 4 horas de película (o más, o incluso menos, dependiendo de la versión que se obtenga del metraje), en la que los diálogos ocuparían fácilmente un cuarto de tiempo y la trama podría incluso enseñarse de una manera más escueta. A cambio de esta decisión, la sensibilidad con la que se tata a los personajes se convierte en lo más importante, saborear cada preciado segundo del alma representada en ese momento, masticarlo, tragarlo y convertirte en ellos.

En este caso, empatizar con Noodles, interpretado de una forma astronómica por Robert DeNiro (el cual aprovecho la ocasión para remarcar que este es sin duda el mejor papel que ha hecho en su carrera), quién vuelve a ver al amor de su vida, un amor imposible, después de muchos años apartado de su vida en un vacío total. Deborah, con una muestra de infelicidad normalizada llevada a cabo magistralmente por Elizabeth McGovern, se va desmaquillando mientras Noddles le pregunta por su vida, por cumplir su sueño, y finalmente por el secretario Bailey, quién le ha invitado a volver a su hogar misteriosamente después de todo este tiempo. Deborah, cada vez con la cara más revelada, queda expuesta. La edad también le ha afectado a ella, aunque Noodles esté cegado por el amor. Ella le dice que ahora solo tienen sus recuerdos, pero la verdad hará que ya no pueda ni siquiera tenerlos, y la mentira y culpabilidad aparecen cuando nuestro querido protagonista cruza la puerta y, bajo una oscura luz que le tapa el rostro entero, pero que deja ver lo suficiente su expresión, nos acercamos en un zoom clásico de Leone al rostro del hijo de Deborah, quién es también hijo del susodicho Bailey. Su hijo es la viva imagen de su padre, pero Noodles ya ha descubierto quién es en realidad: su mejor amigo, Max, aquél con el que compartió una vida entera par después robársela y adueñarse de ella, aquél al que acaba de descubrir que robó incluso al amor de su vida, el que preparó la muerte de su banda para poder sobrevivir y cumplir un sueño, su propio sueño, a costa de una relación única e intensa. Ahí es cuando el director no quiere cortar, y mantiene a Robert DeNiro en primerísimo primer plano, y es ahí también donde la magia del cine llega al punto álgido de su historia. Una mirada, un sentimiento, una expresión, una luz específica y una melodía. La máxima expresión del cine, no, del arte, el arte de la emoción. Deleitaros con esos segundos de dolor arrolladores, en una de las escenas más duras y devastadoras del cine. Una vez está todo dicho, ya solo queda enseñar el rostro de la traición, teñida de rojo y con una mirada agotada, la de James Woods. Años de engaño y remordimientos representados sin palabras, sólo con imágenes.

Muchos pueden escribir libros sobre el arte de la mirada, o sobre la composición y el equilibrio formal, sobre las vanguardias cinematográficas o sobre cualquier aspecto del cine, pero de nada sirve todo ello si nos olvidamos de lo que es más importante, y eso es explicar sentimientos y emocionar, o al menos así lo cree un servidor. La emoción mueve a las personas, nos hace levantarnos del sillón y nos empujan hacia adelante, ya sea en una buena o mala forma, pero no nos deja impasibles. En esta corta escena de Érase una vez en América la intensidad emocional es titánica, y resume lo grande que es el cine.