Sed de mal – Personificando un género | La Cabecita

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Cuando se habló de hacer un ciclo sobre Cine Negro me pareció de lo más apropiado incluir en él a una de las mejores obras de Orson Welles, no sólo porque, según las concepciones más ortodoxas de lo que sería el género y que lo sitúan en un periodo de tiempo concreto, seria la película que lo daría por acabado, sino porqué en un sentido más metafórico, personifica la evolución (y degradación) asociada a algunas de las características más reconocibles del género: sordidez, corrupción, ambigüedad moral… todo ello se encuentra no sólo en el film, sino que se personifica en el personaje de Hank Quinlan, (Orson Welles), y cuyo final, muy apropiadamente, representa a su vez el final del género.

La película, rodada sobre un guión escrito en dos semanas basado en una novela de Whit Masterson, comienza con uno de los más famosos planos secuencia de la historia, y uno de los que más se ha intentado emular, donde con solo unos pocos minutos ya se nos muestra de manera magistral donde se desarrollará el grueso de la película, los personajes principales de la trama y sus relaciones entre sí. Un auténtico prodigio de montaje interno que juega con el suspense de una manera magnífica: las manos de un asesino sitúan una bomba en el coche de un empresario al lado mexicano de la frontera, el coche atraviesa las calles pobladas de transeúntes mientras la cámara con grúa lo sigue, cruzándose en su lento trayecto, durante el cual en cualquier momento la bomba puede estallar, con el honrado policía mexicano Vargas (Charlton Heston) y su esposa ( Janet Leigh), quienes caminan alegres hasta la frontera, hasta que, segundos después de cruzar al lado norteamericano, el coche explota. Vargas intentará averiguar qué ha pasado, pero se topará con la corrupción del capitán de policía estadounidense Hank Quinlan (Orson Welles). A partir de aquí, Vargas intentará desenmascarar a Quinlan mientras él intenta destruir la credibilidad de éste y su mujer. El enfrentamiento entre los dos irá en aumento hasta un angustioso final.

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Con esta historia, Welles explora los lados más sórdidos y oscuros de la naturaleza humana. El personaje de Quinlan es la perfecta metáfora de la corrupción, tanto física como moral (el personaje de Dietrich no lo reconoce físicamente al verlo). A la vez, la figura de Quinlan representa la postura de Welles ante la sociedad en que vive, siendo una metáfora y una crítica sociopolítica del mundo que lo rodea, en el que los valores han dejado de tener vigencia ante la corrupción, pero al mismo tiempo también hay una cierta carga de nostalgia por tiempos mejores ya pasados, representados por Vargas, sustituidos por el cansancio, la angustia y la desesperanza, que comenzaba ya a sentir el propio Welles en esos años, como Quinlan, ante el funcionamiento de la industria cinematográfica.

Curiosamente, otro de los característicos personajes del cine negro, el de la femme fatale,  interpretado por Marlene Dietrich, tiene aquí un papel muy secundario, pero a través de ella se nos permite intuir que antes Quinlan probablemente fue un buen hombre y un policía honrado como Vargas, (según dice ella al final, «él era un hombre excepcional») antes de perder a su mujer, lo que le abocó al cinismo y la progresiva degradación. Esto es lo que hace que este retrato de la corrupción humana sea aún más punzante: el reconocimiento de que no siempre se ha sido corrupto, que cualquiera puede acabar así. Además, el hecho de escoger un territorio fronterizo no es gratuito: representa la frontera moral, a veces no muy bien definida, entre el Bien y el Mal, entre dos etapas de la vida de Quinlan unidas mediante la utilización del sonido, con la música de la pianola, que desencadena el reencuentro de éste con el pasado y, finalmente, con su destino.

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Para retratar este mundo de corrupción moral, Welles se valió, con la ayuda del director de fotografía Russell Metty, de una iluminación en blanco y negro llena de fuertes contrastes que dotaba de un alto sentido dramático a los escenarios y personajes, inspirada claramente en el expresionismo alemán, que sirve para transmitir el ambiente angustioso y opresivo del film. Los ecos de las influencias de Fritz Lang y F. W. Murnau resuenan fuertes aquí. A eso también ayudan las localizaciones, la utilización de los contrapicados y los movimientos de cámara, que, junto con la utilización del gran angular y unas ópticas aberrantes, deforma la realidad y las caras de los personajes, dándole un cierto tono pesadillesco al conjunto.

Los mayores medios a su disposición y el hecho de poder trabajar en un entorno que podía controlar a su gusto, construyendo decorados y haciendo complicados movimientos de cámara, hizo que Welles retomara aquí elementos formales de Ciudadano Kane y El cuarto mandamiento y de los que se valía para demostrar un magistral dominio del montaje interno: el uso de la profundidad de campo, el perspectivismo, con los que conseguía trazar varias distancias y lecturas dentro de un mismo plano, todos relacionados gracias a los movimientos de los personajes y como incidían en ellos la iluminación contrastada en cada momento, los contrapicados, los plano secuencia, el gran angular, al que a menudo ya había recorrido, para mostrar un mundo onírico y, a veces, de pesadilla. Todo ello requería de una minuciosa y compleja planificación. A veces, incluso, jugaba con los reflejos para ofrecer una mayor complejidad dramática y narrativa, ya que así hacía convivir en el espacio del plano, y mostrándonos, lo que pasa fuera de campo.

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Aún así, y como ya ocurría también en Ciudadano Kane, Welles combina fragmentos con largos planos de montaje interno, con otros donde el ritmo se acelera y la fragmentación del montaje crece, sobre todo en las escenas de mayor tensión, o cuando llega el clímax final. Hay que recordar que en sus anteriores películas de su periplo europeo, Otelo (1952) y Mr. Arkadin (1955), la precariedad de medios de que disponía hizo que estos filmes mostraran un montaje con una gran fragmentación de elementos del sonido y de la imagen, para ocultar las deficiencias de producción, aunque siendo también coherente con su evolución anterior hacia una mayor hiper-fragmentación del montaje.

Welles también evoluciono en este film en la fragmentación material de sus filmes gracias a un complejo trabajo con el sonido; una herencia, sin duda, de sus primeros tiempos radiofónicos. Así, el sonido incide en otros espacios o con las acciones de otros personajes, contribuyendo a dar consistencia a la complejidad formal y conceptual. Por ejemplo, gracias al sonido de la pianola llegamos al personaje de Dietrich, lo que nos permite vislumbrar y dotar de humanidad al corrupto rostro de Quinlan, una nostalgia por tiempos mejores, dando así a entender un pasado donde era un hombre honrado. Pero la expresión álgida de utilización del sonido, tanto como elemento que mueve la acción como que da coherencia a los diferentes elementos es la secuencia final, cuando Vargas sigue a Quinlan y a su socio grabando lo que dicen por un micro, y donde el eco también hará que sean descubiertos y los conduzca al desenlace.

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Otro recurso magistralmente usado es el del montaje paralelo, que consigue que progresivamente vaya aumentando la tensión y el suspense del film y, a su vez, aumentando su complejidad ya que, según la narración va avanzando, cada vez se divide en más acciones paralelas: por un lado sigue a Quinlan, por la otra a Vargas, luego también sigue los mafiosos mexicanos, luego también a la mujer de Vargas, antes y durante su secuestro. Esto favorece un mayor ritmo y hace que la película adquiera una intensidad in crescendo hasta el inevitable clímax final. Un final que, sin duda, representó un inigualable canto del cisne a todo un género, atendiéndonos a las consideraciones del mismo más ortodoxas.