Las diez películas favoritas de Joan Pàmies | La Cabecita

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Como cinéfilos (o no), todos hemos pasado por ese precipitado momento de nuestra vida en el que de golpe, algún familiar, amigo o desconocido nos pregunta – más por educación que por interés – cuál es nuestra película favorita. En mi caso, la respuesta a ésta sencilla y fácil (a priori) cuestión se ha ido convirtiendo con el paso de los años en una especie de finta vertiginosa donde la respuesta es cada vez menos clara. Las películas favoritas de cada uno podrían conformar la capitulación de nuestras vidas, la evolución de uno mismo a través de los sentimientos y emociones que vamos despertando tanto en la vida como en el cine, que para mí, han acabado siendo lo mismo. Y es que es imposible hacer una lista de tus películas favoritas sin hablar de uno mismo. Desde que tenía cuatro años y recuerdo descubrir el cine, hasta que a los diecisiete cuando llegué a comprender lo que suponía el cine para mí, podríamos capitular mi vida con las siguientes películas favoritas: El libro de la selva (Wolfgang Reitherman, 1967), Pequeños Guerreros (Joe Dante, 1998), Monstruos S.A (Peter Docter, Lee Unkrich, David Silverman, 2002), El Señor de los Anillos (Peter Jackson, 2003), Se7en (David Fincher, 1995), La Ley de la Calle (Francis Ford Coppola, 1983), Donnie Darko (Richard Kelly, 2001) y finalmente La Semilla del Diablo (Roman Polanski, 1968).

Ahora, con veinte años, tan solo una de las películas citadas anteriormente aparece en mi lista de películas favoritas, aunque todas, probablemente por su valor sentimental, siguen pareciéndome obras maestras. Y es con ésta película, con la que empiezo la lista de mis películas favoritas.

La Ley de la Calle de Francis Ford Coppola es algo así como la unión perfecta entre la rabia y el lirismo, la calma antes de una pelea callejera, el suspiro antes de sacar una navaja… el filme parece tan perfectamente milimetrado como la obra cumbre del gran director norteamericano. Pero estamos ante una obra terrenal que en ningún momento pretende ser más de lo que en realidad es, tan solo son jóvenes rebeldes que deambulan en una lucha por el orgullo, una lucha por el honor, por la familia. Rodada en un blanco y negro exquisito, Coppola juega con el color como haría diez años después su amigo Spielberg en la mítica escena de La Lista de Schindler, pero sin maniqueísmos, solo con un plano bellísimo que podría resumir todo el filme. Probablemente La Ley de la Calle ambicione ser una película humilde, y es ahí donde está una de las grandezas de esta obra maestra.

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Y con el poético paso de las nubes a través del cristal que vemos en La Ley de la Calle, atravesamos ese cristal para seguir el paso de las nubes hacia otra película, las del inicio de Elephant (2003) de Gus Van Sant. La calma antes de la tormenta, Elephant no pretende que empatices ni conozcas a las víctimas de una de las matanzas en institutos más recordadas de la historia, sino que tan solo puedas llegar a respirar con ellos. Y lo consigue. Y es que paradójicamente Elephant es una película sobre la vida, es un último suspiro sostenido en ochenta y uno minutos. Una hora y veintiún minutos de vida. Es la consagración de un cine nuevo, un cine completamente libre y con (pocos) precedentes . Hay una secuencia en Elephant que me impactó más que cualquier otra en toda la película, y que se ha convertido en una de mis escenas favoritas y más inteligentes de la historia del cine – aunque si tuviera que escribir otro artículo sobre mis escenas favoritas, no acabaría nunca –. Ya hacia el final del filme, se nos presenta de golpe y por primera vez en medio de la masacre, a un nuevo personaje llamado Benny. ¿Por qué presentar a alguien nuevo casi una hora después de la presentación del resto de personajes? Benny aparece cuatro minutos en pantalla, porque lo matan de un disparo, como al resto. La escena es casi el resumen de la obra maestra de Gus Van Sant (junto con Paranoid Park), la representación en cuatro minutos de la fugacidad de la vida. Elephant es la personificación del valor de cualquier vida, y eso es algo tan terrorífico como extraordinario.

¿Y qué pocas cosas hay más terroríficas como una guerra? No me gusta el cine bélico, me parece casi imposible que generar empatía con cualquiera de esos hombres en casco y metralleta en mano. Obviamente, hay excepciones, y dejando fuera por los pelos a una maravilla como Senderos de Gloria (Stanley Kubrick, 1957), incluyo en mi lista a El Cazador (1978), y es que cuando alguien como Michael Cimino hace una celebración de la vida tan magníficas y desoladoras como ésta, da igual de qué género sean. Nunca antes una guerra me había resultado tan dolorosa, nunca antes había conseguido palpar en pantalla lo que realmente significa la amistad, nunca antes había conseguido ver más allá de un casco y una metralleta… y es que El Cazador no es una cinta bélica, sino que alcanza la dimensión de uno de los mejores dramas de la historia del cine.

Y si he empezado el artículo diciendo que para mí cine y vida son lo mismo, creo que no hay película que ejemplifique mejor éste sentimiento como Aquel Querido Mes de Agosto (Miguel Gomes, 2008). Casi como si fuese un documental, la película explora las distintas actividades que se celebran en un pueblo de la Portugal más profunda durante un caluroso mes de agosto, centrándose en tres integrantes de una familia que forma un grupo de música. Paralelamente, un grupo de cineastas (protagonizado por los mismos realizadores de la película), rueda una película irrealizable. Miguel Gomes, también director de la fascinante Tabú (2012), consigue fusionar realidad y ficción desde lo más profundo de la veracidad para acabar reflexionando sobre lo mismo: El primer amor de verano, el olvido, la pérdida, el odio… da igual si ocurre en la realidad o en la ficción, el sentimiento puede ser el mismo. El filme emociona, divierte e hipnotiza, es una película completamente libre. Y cuando la libertad en el cine hace sentirse libre a uno mismo, bienvenida sea. Otro director que consigue atrapar la realidad de manera soberbia es John Cassavetes, pero el grandísimo director (para mí uno de los mejores de la historia) consigue captar todas las emociones, todo el daño y el dolor para que el espectador pueda llegar a sentirlo de la misma forma que sus protagonistas. En Una Mujer Bajo la Influencia (1974) hay unos protagonistas extraordinarios tan llenos de un dolor abrumador como de un amor portentoso e incondicional, así que uno puede imaginar como se siente uno después de ver ésta obra maestra. Es una película que te asfixia, te lleva al borde de la locura para acabar liberándote a ti y a la inmensa protagonista Genna Rowlands, que nos brinda la mejor actuación de la historia del cine y por la que Peter Falk siente en el filme, un amor tan grande como el que sentía el director por ella.

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Si con una pantalla ya es difícil emocionarse, hacerlo con una tropa de juguetes es aún más difícil. Los sentimientos de la trilogía de Toy Story (John Lasseter, Lee Unkrich) son tan reales que podría funcionar como compañera vital de un filme que he estado apunto de incluir en la lista, Boyhood (Richard Linklater, 2014). Las tres películas conforman una especie de mapa de experiencias vitales que cualquier espectador ha afrontado o deberá afrontar a lo largo de su vida, una guía sobre el crecer y sobre la amistad por encima de todas las cosas. Y es que si Woody o Buzz LightYear pudieran sacar lagrimas de sus ojos serían sin duda tan reales como las que derramé con ese abrazo al final de la tercera entrega.

Me he emocionado dos veces por belleza con el séptimo arte, una con Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982) y otra con el mejor (y menos recordado) plano secuencia de la historia del cine en La Mirada de Ulises (Theodoros Angelopoulos, 1995). Estas dos obras maestras se funden lentamente en una especie de sueño fantástico de un modo parecido. Una a través de la visión de dos niños que no solo descubrirán lo que es el odio, la soledad o la tristeza, sino que lo real y lo extraordinario también aparecerá como si nada en sus vidas de cuentos y tradiciones. El filme es una oda descomunal a la vida y a la libertad, una catedral de cine que podría resumirse en una escena; Los niños rescatados de su terrible e opresivo padrastro por el amigo de la madre de éstos, pero no es un rescate cualquiera, sino que los rescata haciendo un truco de magia. La fantasía como vía de escape de la realidad, pero si pueden convivir juntas como en filmes como Fanny y Alexander, es aún más maravilloso. En La Mirada de Ulises, se establece una ensoñación fantástica parecida pero de un modo mucho más atemporal. Un Harvey Keitel impecable viaja a través de la historia de su vida y la de su país en una sucesión de planos secuencia bellísimos que abarcan distintas etapas vitales (sí, dentro del mismo plano, hay una secuencia prodigiosa – mi escena favorita de la historia del cine – donde el protagonista entra en la casa de su infancia en el año 1945 y sale cinco años después). Es un filme que también habla sobre el regreso a casa, es vivir el pasado para poder ser consciente de tu presente. Cine que es soñar con los ojos abiertos, es cine donde la cámara va adentrándose en un sueño tangible cuya belleza es abrumadora.

Si algo puede conseguir el cine es situarte en una posición moral tan delicada y problemática que como espectadores nos sintamos irremediablemente incómodos. A lo que la moral es al séptimo arte, los hermanos Dardenne son auténticos maestros (o quizás trileros). Confeccionan filmes que son como un espejo de una sociedad sin maniqueísmos, donde no hay “buenos y malos” tan solo un conflicto presente que los protagonistas deben afrontar rigiéndose por sus propias normas pero sobretodo por sus emociones. Tras salir de un reformatorio, un joven llega a una carpintería de adolescentes conflictivos. Olivier, el profesor del taller, empezará a seguirlo. Con una premisa así de sencilla se construye una obra maestra como El Hijo (2002), una película sobre el dolor, sobre el silencio y sobre el pasado (pero sin mirar en ningún momento atrás). Los hermanos Dardenne nunca expresan el conflicto externo, simplemente hacen sufrir a sus personajes para que vivan sus propios conflictos internos e intenten hacer actos que los redima, que los salven. Es un cine físico pero súper delicado, un cine de miradas y sobretodo de pulsiones, de personajes que inevitablemente sienten más que hablan o actúan. Uno acaba hundido tras ver una película como ésta (o casi todas las de su filmografía) pero siempre alumbra un rayo de bondad aunque la posición moral de sus protagonistas sea terriblemente cuestionable.

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Finalmente, existe una película que reúne muchas de los temas y emociones que he destacado sobre lo que me apasiona del cine: Yi Yi (Edward Yang, 2000). Un padre de una familia de clase media de Taipei que durante la ausencia temporal de su mujer, deberá lidiar con su suegra en coma, un hijo con problemas en la escuela y una hija que al enamorarse por primera vez, le evoca a un pasado feliz donde descubrió el amor verdadero. El filme es prácticamente un reflejo de unas vidas que se ven reflejadas las unas con las otras, no se cruzan, simplemente los protagonistas de éstas vidas viven sus vidas sin saber cómo hacerlo. La película pasa por los capítulos más importantes de nuestras vidas pero personificándolos en los distintos personajes: Las consecuencias y el vacío de una muerte, el primer amor, el descubrimiento de la soledad… Yi Yi es personalmente, una de las experiencias más cercanas a poder vivir una película, dando la sensación que cuando el filme termine, los personajes van a seguir andando, riendo y emocionándose por Taipei. Me enamora cuando el cine sirva como reflejo de una realidad y de unas emociones, pero me apasiona cuando en vez de un espejo es más un cristal finísimo por el que puedes sentir las pulsaciones del corazón de sus personajes y que consiga fusionar el cine y la vida en una misma experiencia memorable.

Yi Yi ( Edward Yang, 2000)
El Hijo (Jean Pierre y Luc Dardenne, 2002)
La Mirada de Ulises (Theo Angelopoulos, 1995)
Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1983)
Toy Story (John Lasseter, Ash Brannon, Lee Unkrich, trilogía)
Una Mujer Bajo la Influencia (John Cassavetes, 1974)
Aquel Querido Mes de Agosto (Miguel Gomes, 2008)
El Cazador (Michael Cimino, 1978)
Elephant (Gus Van Sant, 2003)
La Ley de la Calle (Francis Ford Coppola, 1983)

Artículo escrito por Joan Pàmies