Perversidad – Mediocridad, soledad | La Cabecita

Scarlet Street, 1945 1

Si hay una película que demuestra que el cine negro es más un estilo, un espíritu y un estado de ánimo que la mera presencia de detectives, crímenes, mujeres fatales, esa película es Perversidad, de Fritz Lang.

Con los mismos elementos, exactamente con la misma historia, ya que ambos directores adaptaban la misma novela y cambiaron muy pocos puntos de su trama, el gran Jean Renoir hizo en 1931 una de sus mejores películas, La golfa, que era una tragicomedia realista, que miraba la miseria humana con ironía y aprovechaba para retratar un París de barrio bajo con el naturalismo por bandera.

14 años después, trasvasada a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y pasada por el tamiz del estilo de Lang, se convierte en un amargo drama negro, casi abstracto en su deseo de retratar la mediocridad moral del ser humano moderno. Si, en Renoir, Montmartre era importante como trasfondo de la acción y había un especial interés en mostrarlo tal y como era, en capturar el detalle costumbrista y local, para entender el entorno del que estos personajes provenían, en Lang la ciudad se ha convertido en un ente abstracto que podría ser Nueva York como podría ser Chicago… o Berlín. Escenario abstracto, pero no prescindible, porque, aunque no se detalle el entorno exacto, la presencia de una gran urbe fría, ominosa e inmisericorde con nuestros protagonistas sí condiciona el drama, y es uno de los aspectos que lo convierten en cine negro.

Porque el cine negro, salvo contadas excepciones, es un cine eminentemente urbano, que necesita la jungla de asfalto y hormigón para existir, y que la retrata como escenario donde el hombre moderno se aísla y aliena hasta perder la empatía, los referentes morales y, por último, casi siempre, la dignidad. Salvo, claro por los detectives cínicos pero de principios irreductibles que escarban en la basura de la gran ciudad hasta eliminar su detritus, si es que pueden. Aquí, sin embargo, se separa Perversidad de algunos de los modelos del género, y por eso, entre otras cosas, la llamamos “drama” negro antes que “thriller”: aquí no hay detective que nos guíe a los espectadores por el alcantarillado urbano, sino que pasamos casi todo el tiempo entre la mugre, entre los que se han dejado abatir y empequeñecer por la red de rascacielos y calles vacías.

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Y es curioso, pero ,además de ser “drama” antes que “thriller”, Perversidad es “noir” solo a ratos o, más bien, se va volviendo noir poco a poco, aunque el comienzo sí nos sitúe muy claramente en el género, quizá como anticipo de aquello a lo que vamos a llegar: pero después de esos primeros compases, durante mucho tiempo, esta película es diurna, sencilla, cotidiana, cercana a la versión de Renoir. Nos da los matices de género poco a poco: los movimientos de serpiente de Joan Bennett, su vestido negro azabache, la violencia aún algo contenida de una bofetada, un cuchillo que permanece inquietantemente dentro del encuadre aunque nadie lo esté usando… Incluso durante la mayor parte de su metraje ni siquiera hay crimen, sino solo, como mucho, una delincuencia muy menor, aunque insinúe un mundo del hampa que permanece fuera de la historia pero al que uno de los personajes es claramente cercano. Sin embargo, la película se va presintiendo negra, y va introduciendo poco a poco la oscuridad pesadillesca de su último acto. Así, Lang casi parece decirnos que la negrura se puede presentar en nuestras vidas poco a poco, a través de pequeñas mentiras de individuos solitarios, de mediocridades cotidianas, de violencias y delitos menores que de repente confluyen en tragedias y crímenes mayores.

Esa mediocridad es uno de los temas mayores del film, y la propia palabra “Mediocridad” habría sido un título más ajustado que ese “Perversidad” que le cascó la distribuidora española, quizá queriendo relacionarla con el suspense y el éxito comercial de Perdición. Porque aquí nadie es realmente perverso, e incluso nuestra femme fatale provoca compasión: más que una mujer fascinante con un plan maquiavélico, tenemos a una golfilla común que hace el mal como dejándose llevar, como empujada por un chulo que la obliga y azuzada por una avaricia de lo más vulgar y de lo menos planeada. Pero no es la única, y aquí todo el mundo es mediocre: nuestro protagonista, un pusilánime que casi nunca dice la verdad sobre sí mismo (y acaba pagando caras sus tristes mentiras y su cobardía), el chulo violento y sus estafas de tres al cuarto, la esposa dominante y miserablemente tacaña que ningunea al marido, y hasta un idolatrado difundo marido resulta haber tenido mucho que ocultar… En la inmisericorde metrópolis nadie se salva ni de la soledad ni de la mentira ni del egoísmo.

Un año antes, en La mujer del cuadro, una película que comentamos también dentro de este especial de Cine Negro, una película hecha por la misma productora, en muchos de los mismos decorados, con los mismos actores y gran parte del mismo equipo, Lang ya había anticipado muchos de estos temas, y en realidad hay muchos paralelismos entre ambas, además de las circunstancias de la producción: para empezar, ambas comienzan con reuniones masculinas en las que los varones expresan su frustración o envidia por no tener aventuras con mujeres despampanantes, para justo después continuar con el gran Edward G. Robinson, como triste ciudadano medio, teniendo un fatídico encuentro nocturno con una de tales hembras. Y es que Perversidad es una película muy rica en lecturas y, además de cómo análisis de soledades urbanas, además de como meditación moral sobre el cómo el origen del mal y la culpa está más bien en la mediocridad que en planes muy elaborados, puede verse también como expansión de los temas de La mujer del cuadro, con su certero retrato de las frustraciones sexuales y sociales del macho occidental medio. Y qué bien hiladas unas con otras están todas esas lecturas: Robinson, solo en la ciudad, hundido en la mediocridad, apocado por su mujer, con su delantal de flores, soñando con otras mujeres, frustrado pero siempre con el cuchillo a punto de disparar, cree encontrar una salida, pero solo acierta a envolverse en más miseria moral: la de sus propias mentiras y su nueva sumisión, unidas a las miserias y egoísmos de otros ciudadanos tristes y solos en un cóctel que acaba siendo letal.

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Sin embargo, a pesar de sus similitudes y muchos puntos de contacto, a pesar de que casi entablan un diálogo entre ellas, La mujer del cuadro y Perversidad son películas también diferentes. La de 1944 es más claramente noir, tiene mucha más acción, tensión y suspense, es más pesadillesca y nocturna, más compacta narrativamente, y también más abstracta, pues analiza sus temas a través de una trama muy estilizada e irreal. Mientras, Scarlet Street (su mucho menos connotativo título original) es más realista, más drama que thriller, su tempo más tranquilo, su narración más llena de meandros, lo que hace que su enfoque sea más amplio y complejo. La mujer del cuadro es como un dardo que va rápido y directo a una diana, mientras que Perversidad es un enorme y complejo mapa de la negra condición del urbanita moderno. Ambas, eso sí, suponen el momento en que Lang perfecciona y depura al máximo el estilo que adoptó en Estados Unidos. Atrás queda la grandiosidad y fantasía de sus obras alemanas: sigue habiendo expresionismo, pero se formula a través de imágenes y narrativas de una sobriedad tan acerada y exacta que duele. Pocos directores han conseguido que la sequedad sea tan expresiva, y es que ya no necesitamos el claroscuro más llamativo ni un diseño de producción fascinante, sino que basta con que el encuadre y el montaje sean lo más preciso posible para comunicar la mayor violencia, frustración o ansiedad. O, como debería haberse llamado la película, “mediocridad” y “soledad”.