Watchmen – ¿Los tiempos están cambiando? | La Cabecita

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No lo creerán, pero les aseguro que hubo un tiempo en el que el cine de superhéroes destacaba por su intención lúdica, fantástica, tal vez ingenua y muy pocas veces -o sólo sutilmente- fatídica. La fiesta de trajes ceñidos, poderes extraordinarios y hazañas redentoras bastaba como material de noble entretenimiento. Pero parece que ahora somos más listos, o tal vez simplemente más viejos. En consecuencia, poco de lo dicho hay en Watchmen, quizá porque, como reza uno de sus diálogos, el sueño americano se ha cumplido y resulta ser una pesadilla. Toca remar.

Estamos en una decadente Nueva York de 1985, donde llueve casi más que en la Seattle de Seven, donde se ve menos la luz del día que en Los Ángeles de Blade runner, y donde ambas referencias no son sólo asunto meteorológico. En esta atmósfera, tiene lugar el extraño asesinato de El Comediante, uno de los vigilantes más veteranos, mientras acecha la posibilidad de una guerra nuclear provocada por la Unión Soviética. Todo ello en el contexto de un nuevo mandato de Nixon, que ha salido victorioso de la guerra de Vietnam gracias a los servicios del único superhéroe que, en rigor, aparece en la película, el relamido Dr. Manhattan.

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Para mayor drama, tras prestar servicios durante dos generaciones, los watchmen son estigmatizados y su actividad es prohibida por imperativo legal. No queda clara en la película –tal vez sí en el reconocido cómic de Alan Moore y Dave Gibbons– la razón de este destierro, pero pareciera que los nuevos tiempos postbélicos (con su bisagra hippie) están en contradicción con las formas justicieras de un batallón de seres notables que luchan contra el mal, sea lo que sea eso. Dicho de otro modo, como reza el himno de Dylan que acompaña a los notables títulos de crédito de la película, los tiempos están cambiando y parecen demandar formas de organización social en clave cosmopolita, más pulcras, menos violentas. Además, como garantía de esta “paz perpetua”, el todopoderoso Dr. Manhattan y su excompañero Adrian Veidt (Ozymandias) trabajan en avances energéticos que resulten emancipatorios para la humanidad en su conjunto, nuevamente sea lo que sea eso. Pero, cuidado, porque no por azar se repite en la película que, en el fondo, todo es una broma.

Con estos mimbres, Zack Snyder realiza una obra oscura, violenta y, a veces, casi tan cruda como Sin City, sobre todo cuando media el personaje de Roscharch, ese vigilante hobbesiano, que no acepta la ilegalidad de su actividad y sigue paseando su estupenda voz en off por los bajos fondos como un taxi driver, acaso porque “las calles están llenas de muerte”. Roscharch es el caso extremo y paranoico de unos watchmen melancólicos, que no encuentran asiento en un mundo que les encumbró para condenarlos ahora a la incomparecencia de trajes colgados, incluso bajo amenaza de muerte. En el uso reiterado de flashbacks se descubren los pasados, a menudo terribles, de estos superhéroes con heridas; unos flashbacks tan atractivos como peligrosos para la cohesión general de la película, algo lastrada por este collage de historias a medio mostrar. En esta colección de personajes, merece mención aparte el ya citado Dr. Manhattan, contrapunto sereno de Roscharch y bastión moral de los watchmen; aunque también, dicho sea de paso, pseudomístico y ubicuo, no sólo por sus incomprensibles poderes cuánticos, sino también por su pedantería y su distanciamiento de extraño ser especialito y superdotado.

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Por lo demás, Snyder logra una película con notable fuerza visual, pese a algún exceso “videoclipero”, y consigue mantener el pulso firme, aunque tal vez le sobre algo de metraje y el desenlace pueda resultar un pelín tedioso e hinchado. Digamos que, como hemos visto otras muchas veces, la resolución de la historia desvela argucias empresariales y más o menos científicas, traiciones y delirios de grandeza, de donde resulta una “enseñanza” más bien subrayada, que –de un modo acrítico y para nuestro propio lamento- hemos interiorizado como verdad incontestable: la paz exige sacrificios, víctimas propiciatorias y cunetas de la historia. Se esconde aquí no sólo nuestra perturbadora idea de progreso (tal vez la pesadilla del sueño americano), sino también el fátum que recorre esta historia de superhéroes y, como decíamos al comienzo, buena parte de las actuales películas de este subgénero: la vida como desgarro, como herida y trauma, como valle de lágrimas, donde expiación y reconciliación sujetan un pobre esquema, en el que el otro es siempre amenaza y blablabla. De aquí que “una paz basada en una mentira, pero paz” sea la conclusión de uno de los vigilantes: la utopía realizada. Ante esto y contra esto, tal vez quepa pensar en la turbia ingenuidad que puede encerrar un discurso grave y aparentemente lúcido, mientras volvemos a preguntar si es cierto que los tiempos están cambiando. Me temo que Dylan sabe la respuesta.