Calvary – El hombre tranquilo que sabía demasiado | La Cabecita

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Es mejor no revelar casi nada de esta película, ni siquiera su comienzo, para los pocos que puedan quedar, a estas alturas (la película se estrenó en el festival de Sundance de 2014), que no sepan nada de su trama; y no lo haré, pero sí es necesario revelar (o advertir, según gustos), que estamos ante una de esas películas-bomba, en la que sucede en el primer minuto algo tan tremendo que condiciona el resto de la duración, haciendo pender una espada de Damocles que, sabemos, caerá sobre ella y sobre el espectador con consecuencias que, sean las que sean, siempre habrán de ser impactantes. Estamos también, quizá ante una película-alambique, diseñada con un mecanismo que, aunque efectivo, se muestra demasiado claramente como tal y puede provocar cierto rechazo en los que prefieran narraciones más naturalistas y relajadas, pero que sin duda agradará a los degustadores de thrillers construidos con abiertas intenciones de hacer sufrir a los espectadores. En cualquier caso, es una película que establece desde el principio unas reglas del juego muy definidas y potentes, muestra sus cartas con honestidad y propone al espectador una partida, si se quiere, artificiosa, pero que promete emociones fuertes, y las da a quien entre en su juego y sea capaz de aceptar esas reglas y olvidar su artificio.

Pero es una película-bomba no solo por lo anterior, sino también porque parece haber concentrado tantos elementos en su interior que parece estar a punto de estallar en cualquier momento, lanzando metralla en todas las direcciones posibles. Calvary es muchísimas cosas al mismo tiempo y tan solo en menos de dos horas: contiene en un solo envase un retrato costumbrista y muy particular, muy atento al detalle, de la Irlanda rural, y una reflexión universal y casi abstracta sobre la condición humana en cualquier parte del mundo; es a la vez un drama muy hondo, hasta alcanzar lo trágico, una comedia, bestia y negrísima, pero muy divertida al fin y al cabo, y un suspense lleno de tensión y oscuridad; es crítica implacable a la Iglesia católica y al muchas veces turbio papel que ha desempeñado en Irlanda desde hace siglos, pero también humanista alegato sobre el perdón y el papel que podría y debería haber jugado y que quizá aún esté a tiempo de jugar.

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El artífice y artificiero de todo esto es John Michael McDonagh, a quien algunos conocerán y admirarán por su anterior película, El irlandés, que además era su debut en la dirección. Es él quien trata todo con extremo cuidado para que tanta dinamita no explote y destroce el filme, combinando con increíble pericia el trazo delicado y sensible de muchos momentos con la pincelada potente y firme de otros, lo oscuro con lo luminoso, el tono airado y apasionado con el reflexivo y comprensivo. Su guión tiene muchas lecturas y su dirección es clásica y enormemente expresiva, con algunos planos con tantas lecturas como el libreto. El paraje irlandés lo filma de manera que parece tanto un reconocible escenario realista como un extraño lugar en el fin del mundo, en el que parece haber solo cielo, tierra y mar, con un hombre de negro suspendido entre los tres, debatiéndose entre expiar los pecados de la humanidad o sucumbir a ellos.

McDonagh lo controla todo tan bien que, efectivamente, la cosa no revienta más que cuando debe hacerlo, tanto que podemos decir que es artífice, artificiero y artista. Decía Yasujiro Ozu aquello de que es bueno que una película tenga una estructura bien pensada, pero no es bueno que la estructura destaque sobre el drama. Aquí el guionista y director propone una estructura que por fuerza se hace notar, ahí está y es imposible ignorarla, pero es justo decir que no llega a imponerse al drama, que al artista consigue que el drama sea tan importante como su estructura, y que no se diluyan ni su fuerza ni su complejidad. Digamos, para entendernos, que está tan condicionada por su “McGuffin” (y es tan entretenida gracias a él) como el Yo confieso de Alfred Hitchcock, pero ello no le impide ser prácticamente tan profunda como, por ejemplo, el Diario de un cura rural de Robert Bresson, por no salirnos del tema y porque también hay muchos puntos en común con ella. Y se merece la alabanza McDonagh tanto como se la merecen sus actores: si en medio de una trama tan excesiva hubiéramos tenido actores excesivos aquello habría acabado empachándonos, pero el director se apoya en ese modelo de contención que es Brendan Gleeson, capaz de comunicar cada duda, cada miedo y cada alegría de su personaje sin traicionar nunca el laconismo que uno espera de un rudo irlandés, y en una Kelly Reilly toda sensibilidad, inteligencia y sentido del humor; y se apoya también en un amplio elenco encargado de dar vida a cada pintoresco personaje del pueblecillo en que se desarrolla la acción, cada actor en el punto justo entre el pintoresco estereotipo y la caracterización individualizada.

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Es, en definitiva, Calvary una grandísima película: profunda, emocionante, amena y excelentemente interpretada, qué más se puede pedir. Eso sí, es divertida pero no alegre, es entretenida pero dura, y su mecanismo dramático puede admirar tanto como puede provocar rechazo, aunque me atrevo a decir que a una gran mayoría les causará lo primero. Quedan entusiastamente recomendados, pero también advertidos. 

Ficha técnica:

Título original: Calvary Director: John Michael McDonagh Guión: John Michael McDonagh Música: Patrick Cassidy Fotografía: Larry Smith Reparto: Brendan Gleeson, Kelly Reilly, Chris O’Dowd, Aidan Gillen, Domhnall Gleeson, David Wilmot, Dylan Moran, Marie-Josée Croze, Killian Scott Distribuidora: Fox Fecha de estreno: 06/03/2015