Espartaco – El pueblo unido jamás será vencido | La Cabecita

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Abordar la cinta de Stanley Kubrick sobre el tracio Espartaco y su epopeya para liberar a los esclavos del yugo romano cincuenta y cinco años (que se dice pronto) después de su estreno, es una empresa harto complicada. No sólo porque todo lo que había que decir sobre el film ya está dicho y escrito, sino porque siempre tienes la sensación de dejarte algo en el tintero cuando te metes con los clásicos. Estos títulos que a día de hoy siguen emocionándonos, haciendo que nuestros ojos se pongan como huevos duros y recordándonos por qué amamos con tanto fervor el séptimo arte. Espartaco es quizá uno de los mejores ejemplos. Interpretada y producida por Kirk Douglas a principios de los años sesenta, la historia narra la gesta de Espartaco, un líder nato que decide desafiar a Roma liberando a todos los esclavos del territorio y alzándose en armas para luchar por su libertad y la de los suyos. Tres horas le bastan a Kubrick para dibujar con contenida delicadeza un retrato soberbio, fino y de calibrado rigor histórico sobre una de las figuras más representadas de todos los tiempos. ¡Salve Espartaco, los que van a morir te saludan!

Narra el refrán, populista donde los haya, que lo bueno si breve, dos veces bueno. Razón o no, lo cierto es que a medida que nos adentramos en un futuro cada vez más inhóspito y plagado de avances y desarrolladas técnicas visuales, se valora mucho más lo escueto, lo directo, lo punzante. Lo que te deja con ganas de más y estás deseando agarrar el móvil para buscar la filmografía del director en IMDB. Es por ello que Espartaco no tendría razón de ser en nuestra época. Pero eso no le interesa, ni tampoco lo necesita. Kubrick, hombre metódico donde los haya, nunca ha sido de dejar las cosas a medias y en esta cinta vuelve a reafirmarse. El cineasta de títulos como Lolita o El resplandor, teje un sencillo (a primera vista) y excesivo tapiz de colores neobarrocos sobre el que dibuja su particular visión de temas tan universales como la política, la sociedad o el amor, con la revolución esclava como excusa. Basada en la homónima novela del escritor estadounidense Howard Fast, el guión fue llevado a la gran pantalla por Dalton Trumbo, lo que originó un fuerte conflicto entre Douglas y Kubrick ya que éste último no tuvo acceso ni posibilidad de manipular el guión durante el rodaje. El resultado no parece haberse visto afectado en absoluto.

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La cinta es un fiel retrato de la complicada época en la que Espartaco le tocó vivir. Más o menos como ahora, el film toma como punto de partida una aparente calma que precede a la guerra. La guerra que empezó a sacudir las conciencias de un pueblo que hasta entonces, se antojaba como idílico e inmortal. Los romanos, con sus casoplones y constantes lujos, son los dioses, que miran por encima del hombro a Espartaco y sus colegas gladiadores, los mortales. Los que cargan piedras (la primera secuencia que abre el film fue rodada por Anthony Mann, más tarde sustituido por Kubrick) por las laderas de una montaña o los que viven hacinados en lo que parecen agujeros en la tierra y sólo salen a la luz del sol para ser manipulados al antojo de una pareja de romanos borrachos que anhelan un poco de diversión. Pero todo esto se trunca cuando durante una de las luchas entre Espartaco y Draba, éste último se niega a matarlo pese a haber ganado el combate. Ante tal insolencia, el señor de la casa manda torturar al esclavo y a colgarlo del revés a la vista de todos sus compañeros, dando así comienzo a la cruzada de Kirk Douglas y uno de los pilares básicos sobre los que se vertebra el resto de la cinta desde el principio hasta el final: la libertad.

Espartaco es la búsqueda de la libertad pero también del sino de uno mismo. No sólo para Espartaco, que en muchas ocasiones, tal y como ya sucediera con otros mesías y salvadores de la época, se verá tentando en varias ocasiones para abandonar su causa (al pueblo) para salvar su vida. Para conseguir la ansiada libertad que tanto él, como una excelente Jean Simmons, desean para su hijo. ¿Pero qué importa la vida si uno no puede vivirla como realmente siente que merece? Eso parece importarle más bien poco al emperador Craso (incontestable Laurence Olivier), al que lo mismo le da comer caracoles como almejas siempre y cuando todo esté fresco,  y que encarna el otro plato de la balanza dentro de la historia. La represión contra la libertad, la heterosexualidad frente a la bisexualidad, el pueblo contra el poder, el deber contra la voluntad o el dinero frente al orgullo, son algunos de los conflictos que nos tensa Kubrick, que utiliza la magnificencia de una de las películas más caras de la época para recrearse en planos generales de una belleza fotográfica incontestable, pero que muchas veces se pierden en un populismo que pierde fuelle. Sobretodo porque nosotros queremos ver acción y acción, lo que se dice acción, hay más bien poca. Porque la primera parte de la película nos la pasamos con Kirk Douglas entrenando y la otra mitad en los senados de Roma, dirimiendo como cuánto de dramática es la rebelión de Espartaco. Pero eso no quita que Kubrick sabe utilizar muy bien sus cartas y además de narrarnos la progresión hacia la vida de Espartaco; su amor con Varinia, su futura paternidad (¿que hay más simbólico de la vida y de la libertad que el nacimiento de un bebé?) o su comunión con los esclavos liberados en una nueva ‘polis’ libre, nos invita también a reflexionar con él sobre las corrupciones y la escala de valores que se gestan en un bando y en otro. Sobre todo en el político, con una radiografía satírica hacia el poder que bien podría adaptarse a nuestros tiempos.

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En resumidas cuentas, considero que intentar sintetizar o hacer una reseña que le haga justicia a la película de Kubrick es una pérdida de tiempo. No sólo porque realmente la cinta del norteamericano es algo vivo y que muta a lo largo del relato, sino que se trata de una personal comunión con el espectador como sólo el cineasta sabe hacerlo. Para enamorarte de Espartaco tienes que meterte dentro, perderte en los trazos suaves y aterciopelados de unas pinturas al óleo que claman por un discurso sobre la paz, el amor y la justicia, en todo los aspectos. Quizá por ello lo que menos hay en esta película es una cierta recreación en las batallas. Todo es más bien sintético y contenido, forzándonos a conocer al hombre que hay tras la leyenda, al luchador que se queda clavado en la cruz mientras la libertad se va con su hijo y su mujer en un carromato hacia el lugar por donde se pone el sol. Espartaco es una leyenda del cine porque así lo ha querido Kubrick pero también el espectador que, pese a verse perdido en la magnificencia y el a veces vacuo discurso demagogo del autor, tiene tiempo de sobra para hallar en él los valores que más le convengan.