Bonnie y Clyde – Ni un minuto de paz | La Cabecita

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Hablar del cine de Hollywood en los años sesenta es hablar de una forma totalmente distinta de entender el Séptimo Arte, es hablar de cómo el realismo europeo influyó irremediablemente en numerosos autores norteamericanos y en su visión a la hora de contar historias. Sin ir más lejos, se llegó a considerar a Jean-Luc Godard y a François Truffaut para adaptar la famosa historia de estos dos atracadores de bancos, aunque finalmente recaería en las manos de Arthur Penn.

Bonnie y Clyde es honesta, cruda y directa, muy directa; y todo ello la recubre de una autenticidad cuya capacidad de sorprender permanece absolutamente intacta a día de hoy. Me gustaría ver (al menos figuradamente) como tendría que apañárselas hoy en día el Sr. Penn para poder narrar una historia como esta sin recurrir a inútiles flashbacks presentando a los personajes, o a redundantes voces en off para reiterar lo que ocurre en cada escena. Por suerte, en 1967 un jovencísimo Warren Beatty (productor de la cinta) tenía claro cómo debía ser contada la historia y tuvo las agallas de vérselas con medio Hollywood para convencerles de que el público la amaría. Nadie daba un duro por la película, pero Beatty supo jugar bien sus cartas y logró estrenarla el día en que se anunciaron las nominaciones a los Oscar, recibiendo nada menos que 10 candidaturas. El éxito fue rotundo.

Por un lado tenemos a Bonnie, una joven camarera soltera cuya infelicidad y frustración se refleja en apenas un minuto y un par de gestos, en esa primera escena en la que se muestra dispuesta a todo, incluso a saltar de su ventana con tal de caer en los brazos de alguien que pueda ofrecerle una vida, otra vida. Ese alguien resulta ser Clyde, un joven ex-presidiario marcado por fuertes complejos de índole sexual, que hacen de el un personaje constantemente preocupado por demostrar su hombría, y que se considera a sí mismo como una persona “poco apasionada e incapaz de amar”. Una vez que el espectador conoce a los personajes, es introducido un tercer elemento entre ellos dos que hace explotar su química: el revólver de Clyde. En la que es una de las mejores escenas de la película, repleta de primeros planos y miradas furtivas, Bonnie advierte el arma de Clyde en su cinturón al tiempo que se le ilumina el rostro y se le encienden los ojos, momento en el cual ella le desprecia diciéndole que no tendría el valor de usarla. Pero sí, claro que tiene valor.

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Desde ese primer atraco, comienza una frenética vorágine de crímenes y adrenalina que se ve plasmada en una de las road movies más salvajes e influyentes de la historia del cine, que desarrolla a su paso esa progresiva e implacable confrontación entre la inocente rebeldía de la juventud y la justicia más brutal, todo ello sin ninguna clase de tapujos pero a la vez perfilando temas personales de una sutileza extrema, que deja ver entre líneas las inquietudes y motivaciones psicológicas de cada personaje. No sólo es una película honesta y realista de cara al espectador, sino que también es consecuente consigo misma en relación a cada conflicto que plantea y al tono con el que aborda cada uno de ellos. De este modo, podemos apreciar como esas escenas íntimas entre Bonnie y Clyde son tratadas con la misma delicadeza y respeto que los brillantes tiroteos y persecuciones que inundan el metraje, dando lugar a una dualidad tonal cuyo contraste supone el eje en torno al cual se desarrolla algo que va mucho más allá de “una historia de atracadores de bancos”.

Su estructura dramática parte de una inicial visión joven e ingenua de ese mundo desolado por la gran depresión de 1929, en la que estos personajes atracan bancos semi-quebrados como excusa para sentirse vivos, sin tener en cuenta las consecuencias. Resulta muy llamativa esa escena en la que Clyde, durante un atraco en un ultramarinos cualesquiera, es sorprendido por la espalda y se ve obligado a matar a su agresor. Aparece entonces en su rostro una mueca de terror y de incomprensión, ¿Por qué alguien iba a querer matar a un pobre chaval que sólo lo está pasando bien? A partir de ese momento la trama se recrudece inevitablemente, involucrando en la misma a su hermano (Gene Hackman) y a la mujer de este (Estelle Parsons), así como a un joven mecánico (Michael J. Pollard) que se une a ellos en busca de aventuras.

Al estar basada en una historia real, el hecho de que prácticamente todo el mundo conociese de antemano la historia de Bonnie y Clyde suponía un hándicap de cara al efecto del final sobre el espectador. Y ahí es donde explota, literalmente, esa forma tan cruda que había ido adueñándose progresivamente del fondo, donde ese brutal castigo de la justicia cae sobre ellos de forma absolutamente desproporcionada, sin ningún tipo de compasión hacia el espectador por un lado, ni por los personajes por otro. Estoy convencido de que Francis F. Coppola vio esta maravillosa secuencia final decenas de veces antes de rodar aquella memorable emboscada a Sonny en El Padrino. De este modo, que más da que el espectador sepa o no lo que ocurre al final en un plano abstracto a la película, ya que la conexión emocional con la historia y los personajes es tal, y la acción está tan bien rodada, que acaba importando poco tal detalle.

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Por último, no puedo olvidarme de elogiar el trabajo de un reparto en estado de gracia, en el que brillaron nombres que posteriormente darían mucho que hablar como Faye Dunaway o Gene Hackman. Cada uno de los cinco personajes que protagonizan la película fueron nominados al Óscar, junto a otras cinco nominaciones que incluían mejor película y dirección. Acabó dos estatuillas, en las categorías de Mejor actriz secundaria (Parsons) y Mejor fotografía.

Junto a otras aplaudidas obras de 1967 como El graduado del recientemente fallecido Mike Nichols o En el calor de la noche, Bonnie y Clyde logró en buena medida explotar esa burbuja de comodidad en la que se encontraban los grandes estudios para que progresivamente rompiesen con los valores heredados del cine clásico, que pedían a gritos un relevo generacional acorde a las exigencias intelectuales de un público que ya había dejado de ser el mismo.

-Llévame contigo
-No tendrás un minuto de paz
-¿Me lo prometes?