Perros de paja – Violencia primitiva | La Cabecita

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Al ser humano siempre le ha fascinado lo primitivo, lo que conforma al individuo como tal y, por ende, lo desconocido. Preguntas como “¿quiénes somos? ¿de donde venimos? o ¿a dónde vamos?” han sido siempre y serán, objeto de las cavilaciones de filósofos y estudiosos de cualquiera época y de la persona de a pie en general. Y es precisamente eso (así, grosso modo) sobre lo que parece querer reflexionar el californiano Sam Peckinpah en sus Perros de paja (revisionada hace tres años por el director Rod Lurie), que ha terminado por derivar en un must y un auténtico discurso hacia la irracionalidad del ser humano y su pasión por esa violencia enmascarada que todos llevamos dentro. La cinta narra la historia de un profesor de matemáticas, David Summer (un excelente Dustin Hoffman) y su mujer Amy (Susan George), que se mudan a una casa rural a las afueras de un pueblecito inglés. Allí entrarán en contacto con unos extraños y desapacibles lugareños que les harán la vida imposible.

Perros de paja es una de esas películas que tienes que ver. No sólo por su particular estilo visual (a veces ecléctico, a veces de un perturbador naturalismo), sino por su particular construcción de la psique humana y del posterior desarrollo en forma de crescendo dramático que lleva al norteamericano a conformar una auténtica y desoladora revelación conductista: el ser humano es capaz de cualquier cosa con tal de sobrevivir. Es el claro ejemplo de Dustin Hoffman, que demuestra una vez más su camaleónica facilidad para calzarse los zapatos de un auténtico loser que inicia la historia con una clara incapacidad para enfrentarse a su patética existencia, a los calientes e inexpugnables brazos de su mujer y a su fallida tesis, para coger el toro por los cuernos y defender su territorio.

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La cinta de Peckinpah, además de una dura crítica al American way of life y al star system americano, es el testimonio contenido y pausado del despertar de una bestia. Un regreso a lo primitivo del ser humano que encuentra en la violencia y el miedo el punto de inflexión que hace estallar a su protagonista. Perros de paja va sobre un hombre que no soporta más su condición y decide un buen día romper con todo; con un matrimonio que huye al campo para intentar arreglar algo que, persé, no funciona; con una cutre-sociedad que no entiende; con su faceta de pusilánime o políticamente correcto. Y da igual cómo lo haga porque al final, el fin siempre justifica los medios y más si lo que (teóricamente) defiende, es su mujer y, por tanto, su hogar.

Y si a nivel actoral Perros de paja no tiene reproche alguno, a nivel temático Peckinpah tampoco se queda corto. El cineasta es capaz de pasearse, de puntillas y con una facilidad pasmosa, de un terreno tan pantanoso como es el melodrama, al drama, pasando por el gore al que ya nos tiene acostumbrados, hasta llegar al más puro western, con las escenas del bar que bien podrían ubicarse en cualquier desierto de Colorado en plena quimera del oro. La cinta, perfectamente equilibrada, echa sobre el espectador un batiburrillo de sensaciones que él mismo deberá gestionar y aprender a colocar mientras construye un puzle intelectual que alcanza su punto álgido en la escena sexual de Amy. Y pese a que pueda parecer contradictorio, todo termina por cobrar sentido en un final que abofetea a mano llena a cualquiera que esperase que Summer tomase la clásica decisión de las películas románticas de Hollywood. Peckinpah lo sabe, y no se escandaliza al concentrar todo el peso moral y arco de transformación del protagonista en un asedio final sin parangón alguno que desemboca en un bucólico plano del coche en plena noche dirigiéndose hacia lo desconocido. Al final, los que parecen más perturbados y outsiders, terminan por ser los más cuerdos de todos.

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Perros de paja es ese tipo de cintas que te dejan con mal cuerpo. Que indaga en lo más profundo de la humanidad del individuo para reformular unos pilares completamente alejados del conservadurismo americano y de la moralidad al uso al que estamos acostumbrados. Hoffman se encarga de dar vida a un personaje completamente atormentado y encerrado en sí mismo, que estalla de una manera exagerada pero fácilmente justificable y que nos llevará a plantearnos la veracidad del discurso de Peckinpah. Un discurso, como siempre, perfectamente medido y contenido para que tengamos esa sensación de que siempre se nos escapará algo. Motivo de sobra para seguir revisionando una y otra vez este clásico tan emblemático de los años 70.