Infiltrados – Adrenalina, Testosterona y teatro barroco | La Cabecita

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Infiltrados es una película tan tensa y tan furiosamente entretenida que apenas le deja tiempo a uno para pensar en lo que le están contando. Incluso revisándola una y otra vez, su ritmo implacable y su pluscuamperfecto desarrollo dramático acaban arrastrándolo a uno tanto que acaba olvidándose de ponderar cosas como que si la huella de Martin Scorsese está más o menos presente, si estamos ante una obra de la profundidad de un Taxi Driver, o si el director merecía ganar, como ganó (por fin), su primer Oscar con ella.

Al César lo que es del César, Thelma Schoonmaker, la habitual colaboradora de Scorsese en estas lides, se luce aquí con un montaje impecable que alterna las historias paralelas de Billy Costigan (Leonardo DiCaprio) y Colin Sullivan (Matt Damon) con inmejorable precisión para saltar de una a otra dejando al espectador siempre ansioso por saber más y más, acelerando la acción o frenándola un segundo para tomar aire con la sabiduría de quien lleva ya (llevaba en el año 2006) cuatro décadas en esto y maneja a la audiencia a su antojo. Scorsese es uno de los directores actuales que más provecho sacan de esa herramienta tan valiosa que es el montaje, pero otras de sus películas lo utilizan de manera más analítica, con fundidos, sobreimposiciones y cortes usados como elemento expresivo para crear asociaciones y símbolos que enriquezcan el contenido de la película; sin embargo, en Infiltrados el montaje busca principalmente ritmo, el ritmo es la clave estética principal y, desde que los Rolling Stones irrumpen en las primeras escenas, el ritmo es el del rock & roll, y ya no para hasta la explosión final (y su catártica coda).

Esto, que no puede entenderse sino como una virtud, ha sido sin embargo lo que ha causado que muchos se empeñen en no ver en Infiltrados nada más que “entretenimiento”. Escuchando a algunos, parece que “entretenimiento” y “profundidad” fueran conceptos excluyentes, y, puesto que Infiltrados es entretenidísima, no puede ser, en su extraña lógica, sino superlativamente superficial también. Y yo soy el primero en reconocer que la superficie de esta película es tan tersa, está tan pulida, que cuesta encontrar un punto de entrada a lo que pueda esconder, que casi apetece quedarse solo con ella y limitarse a disfrutar de la tensión, del suspense, del drama operístico y la farsa desmadrada sin más complicaciones. Nadie se pregunta qué hay dentro de una bala cuando impacta en las vísceras con tanta limpieza y velocidad. Pero las balas más letales no son solo las que entran más limpiamente, sino las que además explotan porque tienen dinamita en su interior.

Y como hablábamos de cómo los Rolling (y Thelma Schoonmaker) fijan el ritmo nada más comenzar, por qué no utilizarlos también para fijar el tema, o el primero de los temas del que surgirán todos los demás con ramificaciones tan complejas como en la más profunda de las obras del maestro: Gimme shelter, canta Mick Jagger, dame cobijo, mientras Jack Nicholson (quizá el Mick Jagger del cine) ofrece precisamente eso, cobijo, a un desnortado y desclasado chaval que acabará siendo Matt Damon, mafioso infiltrado en la policía, o policía infiltrado en la mafia, que, al fin y al cabo, como muestra la película, no es tan diferente. La misma elección de los actores por parte de Scorsese es ya expresiva, pues Damon y DiCaprio vienen a ser algo así como las matrículas de honor de la promoción del 97: tras una adolescencia prodigio con nominación al Oscar incluida cuatro años antes, DiCaprio se graduó en blockbusters y carpetas de adolescentes con Titanic, mientras que Damon lo hacía en drama de autor, nominación a Mejor actor y Oscar a Mejor guión original incluidas, con El indomable Will Hunting. Los mimados de la industria del cine, ambos aniñados, rubicundos, guapos, talentosos y quizá rivales, se convierten en la película en los niños mimados de la industria del crimen y de la lucha contra el crimen. Scorsese explota sus similitudes y su posible rivalidad descaradamente, para que el espectador que los ha visto crecer desde los 90, intuitivamente, sepa ya que hablamos de dos caras de una misma moneda.

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También explota su juventud en la industria y ese aspecto aniñado, para reforzar lo que los Rolling ya nos venían diciendo, que es que estamos ante dos críos en busca de cobijo, de referentes, de un grupo al que pertenecer para sentirse seguros y un padre al que seguir, Jack Nicholson para Damon y Martin Sheen para DiCaprio. La policía y la mafia como refugio de desclasados con tendencia a la violencia, estar de un lado o de otro solo depende de la fortuna, de quién te captara antes, y aquí sí que estamos en territorio puramente Scorsese, y Damon y DiCaprio podrían ser ese Ray Liotta que en Uno de los nuestros se hacía mafioso porque es el grupo que en su infancia callejera le daba seguridad.

Pero estas figuras paternas, estos grupos eminentemente masculinos, también presionan y exigen, de muchas maneras, y la presunta rivalidad Damon-DiCaprio se termina concretando en lucha de gallitos por la chica, una excelente Vera Farmiga, alrededor de la cual pivotan nuestros protagonistas en busca de una figura materna que les sirva de válvula de escape ante tanta guerra de testosterona. Es curioso la cantidad de referencias sexuales que va soltando Scorsese (o el soberbio guión de William Monahan) como por casualidad en una película que no tendría por qué tenerlas: el encuentro clandestino en un cine X y el susto que se lleva Sullivan con un dildo, el discurso de Alec Baldwin sobre lo útil que es un anillo de casado para indicar a las chicas que no se es marica, las constantes puyas soeces del agente Dignam (Mark Wahlberg), esas sutilísimas pero importantes insinuaciones sobre la impotencia de Sullivan… todas ellas van creando la sensación de que Infiltrados no es solo un thriller de buenos y malos, sino, entre otras cosas, una reflexión Scorsesiana más sobre la violencia como válvula de escape para el macho ante presiones del grupo y/o presiones sexuales (y viceversa, el sexo como escape de la presión de la violencia). La gracia aquí es que Marty no se centra solo en el grupo masculino mafioso, sino que extiende su mirada al otro lado, a los polis, y observa con sorna que los códigos, las presiones y la ética son las mismas. Policías y ladrones, de nuevo, como dos caras de la misma moneda, la de la violencia, y que la moneda caiga para un chaval del suburbio de un lado o del otro depende tanto del más puro azar como el que salga cara o cruz. Nicholson y Sheen/Baldwin presionando a sus pupilos-hijos para que se hagan hombres, follen y maten a los del bando contrario, la ley masculina de la jungla, tan vigente en el Boston del siglo XXI como en la prehistoria. Y los pobres Leo y Matt, los alumnos más aplicados de la quinta del 97, sucumbiendo a la presión, empastillados o impotentes, planteándose hasta la traición al grupo para sobrevivir… que al fin y al cabo es lo que subyace tras esa ley de la jungla, la supervivencia; la supervivencia del grupo, sí, pero si el grupo falla, la mía, en última instancia.

Puestos a igualar a las figuras paternas, Scorsese no se corta un pelo, y el cuadro de Jesucristo (el gran Padre) que sirve a un matón para aporrear a otro en una escena cuelga igualito en otra escena en una pared de la casa del abuelito policía Martin Sheen: la religión como mera seña de identidad más del grupo, como símbolo que recordará el aprendiz a dónde pertenece a pesar de que los dos bandos lo comparten (y por si acaso Nicholson suelta puyas contra los curas, “todos pederastas”, mientras él mismo corrompe a Damon y lo atrae a las faldas del crimen). Aquí enlaza nuestro director con su a veces infravalorada y genial Gangs of New York, y nos recuerda que estos dos bandos son los mismos hijos de inmigrantes irlandeses católicos que ya se peleaban en el siglo XIX. América nació en las calles, y en las calles sigue, por mucho que algunos de esos inmigrantes se hayan pasado al bando supuestamente bueno y se hagan llamar policías.

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Buenos y malos acaban siendo lo mismo y acaban cruzándose y traicionándose tantas veces que el final no puede ser sino un grand-guignol de violencia y muertes sin sentido. Final entre operístico y vodevilesco, pero mirado con finísima ironía por Scorsese, que no duda incluso en literalizar el tema de la rata, el traidor, el topo, en el último plano, en un guiño que a muchos pareció excesivamente obvio en su momento, pero que puede encerrar una pregunta bastante menos obvia: ese último acto que cierra la película y que no revelaremos, en realidad, puede estar cometido tanto por un bando como por otro. Ambos tienen motivos para querer hacer lo que hace ese personaje, pero hay tantas ratas en la película que es imposible saber a ciencia cierta si el personaje está haciendo justicia desde un lado o venganza desde el otro. Podría ser una rata, como lo han acabado siendo todos o casi todos. Y así, lo que parece a primera vista un thriller sobrevitaminado, un puro entretenimiento sin pretensiones, acaba revelándose como una sátira implacable, una “morality play” barroca de tono Isabelino. Y ojo, que un thriller puede ser una obra de arte sin necesidad de hacer nada más que entretener, pero los que en una de Martin Scorsese busquen algo más no deben sentirse decepcionados con Infiltrados: solo hay que hacer un esfuerzo casi sobrehumano para separarse del torrente de adrenalina que es la película y, si se consigue, empezar a escarbar.