La lista de Schindler – Rojo esperanza en la historia más gris | La Cabecita

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No es que Spielberg no hubiera tratado temas de un calado más serio antes de realizar La Lista de Schindler. El color púrpura o El imperio del sol eran películas que nacían con el mismo afán de compromiso con el que el director se acercó a narrar su propia visión sobre el holocausto judío. Pero ninguna de ellas conseguía dejar con total claridad la visión de un autor que ya había demostrado con creces su gran capacidad narrativa y su enorme fantasía y amor por la aventura en obras maestras del calibre de ET, Tiburón o la trilogía de Indiana Jones. Pero con La Lista de Schindler llegó la completa madurez de Steven Spielberg, acercándose a un terreno tan fangoso como el que aquí trataba, demostrando que tras las cámaras había un autor capaz de retratar todo ese horror de una manera cruda y directa, aprovechándose de su destreza narrativa y de su virtuosismo tras las cámaras. E incluso dotando a la película de una sensibilidad necesaria, pero sin caer en la fácil sensiblería de la que muchas veces se le ha acusado al autor. Y es que, no cabe duda de que durante todo el cine de Spielberg, más allá del tema que toque, siempre existe la visión de la esperanza como fin de la historia, pero jamás supo contenerla y expulsarla tan bien en su final como hizo aquí.

Para narrar su propia visión del holocausto Steven Spielberg se acercó a la figura de Oskar Schindler, la película estaba basada en una novela de Thomas Keneally y a punto estuvo de haber sido llevada al cine por Billy Wilder. A buen seguro que la visión de Wilder, exiliado por culpa de un holocausto que acabó con la vida de toda su familia, habría sido muy distinta que la de Spielberg, el cual mira a esta época como una deuda histórica con su pueblo. Lo fascinante del personaje que da pie a la narración, y no vamos a entrar en comparativas con la historia real de Schindler, pues realmente poco nos importan las licencias que se pudieran tomar, es que jamás es un héroe, ni incluso cuando llega su completa rendición. En su presentación nos encontramos con un hombre codicioso. Cabe destacar ese maravilloso plano con el que poco a poco la cámara va girando sobre la cabeza de Liam Neeson, hasta mostrarnos de él una postura de poder e incluso seductora, que en la forma de la que agarra el cigarro, nos llega a evocar la figura de Humphrey Bogart.

Schindler es un oportunista, dentro de la completa ambigüedad del personaje, una ambigüedad presente durante toda la película, jamás llegamos a conocer por completo cuál es su postura respecto a las prácticas que ejerce el partido nazi. Pero ve en ellas una posición de la cual se puede aprovechar, la contratación de mano de obra judía con unos altos beneficios, y es una ventaja que no dudará en tomar, aprovechándose de su encanto natural para encontrar ese beneficio. Durante la película presenciamos cómo esa ambigüedad del personaje sigue presente en todo momento, jamás sabemos si los consejos que le da al cruel nazi Amon Goeth para que perdone la vida de los judíos a los que masacra sin piedad son debidos a las pérdidas que esto le genera o a la atrocidad de los actos que presencia. Es un personaje inhumano, casi sin contacto con la realidad, más allá de Itzhak Stern, un contable judío, que le sirve también de lazo con el terror que se está viviendo, ni siquiera llegamos a observar cómo es la relación que mantiene con su esposa. Es tan sólo cuando decide regar unos vagones llenos de presos que se dirigen a un campo de concentración, cuando la humanidad empieza a latir en él. Este acto es clave en su decisión final de tomar el mando de más de mil judíos para liberarles de la muerte. Un acto, que ni siquiera aquí Spielberg decide vestirlo como algo heroico. La decisión de Schindler se debe más a una toma de perdón, una vez entendido todo el horror del que ha sido cómplice, desde su fe cristiana, siente que debe redimirlo de la única manera que sea posible, y en este caso es liberando a estos hombres de una muerte segura.

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Pero más allá de la figura de Schindler, principal leit-motiv de la película, el realizador utiliza al personaje como una simple excusa para narrar todo el terror que fue esta época. La filmación en un blanco y negro, fotografiado de manera espléndida por Janusz Kaminski, es una decisión lógica, en palabras del propio realizador esto daba honestidad y realidad a la película, pero va mucho más allá. La imagen del blanco y negro, subraya por completo lo gris de este periodo, la imagen de la sangre de un hombre derramada por el suelo resulta aún mucho más terrorífica cuando ésta resulta completamente negra que si se hubiera visto en un color real. Incluso le permite al realizador algún hallazgo visual, como la ya memorable imagen de la niña del vestido rojo, que corre, como si estuviera ajena a todo lo que está presenciando, hasta esconderse debajo de una cama y taparse los oídos, buscando escapar por completo de algo que a buen seguro no comprende. De nuevo, aquí de una manera más artística de la que nunca había mostrado, Spielberg vuelve a recurrir a los niños como símbolo de la esperanza, algo que ya había hecho en películas como ET, Parque Jurásico o volvería a hacer en Inteligencia Artificial.

La forma en la que el realizador filma toda la masacre que tiene lugar en el gueto, es de una fuerza casi documental. Agarra la cámara como si fuera un corresponsal de guerra buscando siempre la acción, prescinde incluso de los protagonistas, algo que la acerca al cine mudo soviético y que permite que toda esta agonía tenga un valor mucho más crudo, directo y salvaje que dotándolo de un valor sentimental. La imagen de la gente escondida, huyendo despavorida o simplemente de asesinatos completamente aleatorios que no responden a ningún motivo acaban componiendo un cuadro, hecho a pequeñas pinceladas, sobre el horror en tiempos de guerra. Son precisamente estas matanzas al azar las que se agravan con la llegada a escena de Amon Goeth, un joven militar nazi que será el encargado de supervisar el campo de concentración al que acaben yendo la mayoría de esos judíos expulsados del gueto desde el que trabajaban para Schindler.

Amon Goeth es posiblemente el personaje más interesante de toda la película, encarnado a la perfección por un Ralph Fiennes, que sabe aunar a la perfección la pulcritud y perfección con la que se asoma al mundo, con la decadencia de un personaje que no sabe muy bien dónde está. Goeth es un tipo cruel, que asesina sin piedad y por diversión como si fuera un completo juego, simplemente porque le han dicho que los judíos no son personas y que puede hacer con ellos lo que viene en gana. Su único deseo es sentirse alguien poderoso, algo que se trastoca fuertemente cuando se enamora de una criada judía, algo que es incapaz de entender, y que en su afán de desear lo mejor para ello, sueña con darle el mejor futuro posible, llevarla al bosque y matarla de un disparo. Pero Goeth es un personaje perdido, que jamás sabe demasiado cómo actuar. Necesita que se le reconozca como líder e infundir respeto para poder sentirse seguro consigo mismo, es por ello que cuando Schindler le recomiende el indulto como prueba de poder, intentará ejercerlo, a lomos de un caballo, sintiéndose el emperador de ese campo de concentración. Su imagen en el espejo, desaliñada y con un flequillo que evoca al de Hitler, le llevará de nuevo volver al punto de partida del personaje, algo lógico por otra parte, puesto que esto le lleva a una mimetización con el führer, y la misión encomendada por este de dejar el mundo para la raza aria.

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Es innegable que más allá de la rudeza del relato, existe ese realizador tan apegado a la esperanza como forma de vida que comentábamos anteriormente. Y es sobre todo en su recta final cuando Spielberg despliega esto. La conversación de unas presas en el barrancón sobre la existencia de las cámaras de gas, conecta directamente con la imagen de esas mujeres entrando a las cámaras de gas en Auschwitz. En un principio, cuando escuchan el relato, no creen en que esto, que suena tan terrible, pudiera ser real, posiblemente si no hubiéramos escuchado esto antes, no tendría tanta fuerza la imagen de ellas pasando, entiendo que llega su final, dentro de las cámaras. Pero en lugar de mostrar esa matanza que tantas veces ocurrió, cuando los grifos se abren, aparece agua en lugar de gas, la búsqueda de la esperanza llega incluso en el rincón más oscuro de la humanidad. Y por supuesto, encontramos esa emotividad en su final, con el fin de la guerra, y el agradecimiento de los judíos a un Oskar Schindler abatido comprendiendo que este final, es también el suyo, y que jamás fue un héroe cuando pudo haberlo sido. Aquí nos podríamos con esas sensiblería excesiva que se le suele achacar a su realizador, pero el final, triste y emotivo, remarcado además por la estupenda banda sonora de John Williams, llega de una manera completamente lógica y razonable, no sintiéndose jamás como algo forzado o tramposo.

Decir que Steven Spielberg no era un gran cineasta hasta que realizó La Lista de Schindler es una osadía completa, puesto que desde la realización de Tiburón, y pese algunos altibajos con obras tan fallidas como Always, vino demostrando que era uno de los cineastas con más visión del nuevo cine americano que arrancó en los años setenta. Spielberg tiene una destreza innata para contar historias, y lo que sí demostró con La Lista de Schindler, es que no era simplemente un hombre capaz de narrar historias cuya principal función (más allá de sus numerosas otras virtudes) era la de entretener al espectador y transportarle a mundos completamente nuevos, llenos de terror (Tiburón), nostalgia (ET), fascinación por lo desconocido (Encuentros en la Tercera Fase) o de aventuras en el sentido más clásico de las mismas (Indiana Jones), si no que esta destreza también la tenía a la hora de contar una historia de forma directa y sobrecogedora, siendo capaz de estremecer al espectador y de jugar con su sensibilidad con una gran inteligencia. Hasta La Lista de Schindler, jamás el holocausto nazi se había visto, en una obra de ficción, de una manera tan real y terrorífica, y después de ella, tan sólo El Pianista de Roman Polanski, ha sido capaz de acercarse a esa época tan gris de nuestra historia con la misma destreza.