Días sin huella – Un Wilder sin piedad | La Cabecita

Días sin huella 1

Dicen que su relación con Raymond Chandler, unida por supuesto a su propio talento, le valió a Billy Wilder dos obras maestras y un Óscar. La primera obra maestra derivó de manera directa de esa relación, pues ambos trabajaron juntos en Perdición. La segunda, acompañada de su primer Óscar como director, le llegó de la mano de Días sin huella, que al parecer el genio austríaco quiso realizar a modo de exorcismo o como forma de intentar entender los problemas que habían mermado su colaboración con Chandler, precisamente durante el rodaje de Perdición. El autor de El sueño eterno era un reconocido alcohólico, y Wilder quiso reflejar los estragos que había contemplado en Chandler en su siguiente film.

“El alcohol es como el amor. El primer beso es mágico, el segundo es íntimo, el tercero es rutina. Después, le quitas la ropa a la chica”. Se atribuye esta cita al propio Chandler, pero el retrato del alcoholismo que Wilder lleva a cabo en Días sin huella dista mucho de parecerse a una historia de amor, quizá menos aún a una de sexo. Ayudado por la inconmensurable interpretación de Ray Milland, Wilder nos conduce sin piedad alguna a lo más hondo del infierno de la adicción al alcohol a través de la narración de un fin de semana (de ahí el título original, The lost weekend) en la vida del escritor frustrado Don Birnam, a quien Milland encarna en línea con el ponderado expresionismo que marca el tono de la película. Birnam es un hombre de treinta y tres años (quizá la coincidencia con la edad de la pasión de Cristo no sea casual), brillante, atractivo y con todo el potencial para triunfar en la vida. Quiere ser escritor pero no logra la inspiración o la dedicación que su adicción le impide conseguir. O quizá causa y efecto operen en sentido contrario y Don Birnam solo beba para sobrellevar la frustración derivada de no tener la fuerza de voluntad de entregarse en cuerpo y alma a la escritura. Sea como sea el proceso, sabemos que Birnam es un esclavo de este círculo vicioso, que le conducirá a la más absoluta falta de autoestima, el afán autodestructivo, la humillación pública y el delirio. A su lado, perdidamente enamorada de él, su novia Helen (una Jane Wyman que a la sazón no tenía la culpa de terminar siendo Angela Channing) tratará de auxiliarle para escapar del abismo, pero no hay nada más infructuoso que intentar ayudar a quien no desea ser ayudado. También el hermano de Birman (Phillip Terry), quien en uno de los esclarecedores e inspirados flashbacks de Wilder nos conmueve intentando aparentar ante los ojos de Helen que el alcohólico es él (y no su hermano), hace lo posible por impedir el descenso al averno de Don, con éxito muy limitado.

Días sin huella 2

Los riesgos que corre Wilder al adaptar para el cine la novela del mismo título de Charles R. Jackson no hacen sino engrandecer los ya de por sí notables aciertos de este clásico imperecedero. Para empezar, creo que es atinado decir que se trata de la primera vez que Hollywood intenta construir un blockbuster a partir de un tema tan duro e incómodo como el que nos ocupa. Además, el tono por el que optó Wilder convertía el intento en algo más atrevido y ambicioso aún, ya que la tragedia de Don se nos ofrece con todas las trazas reconocibles en un drama, pero también con numerosos momentos donde dicho drama toma la apariencia completa de una película de terror, deudora del expresionismo alemán de F.W. Murnau o Fritz Lang. La cuidada fotografía en blanco y negro, el ambiente claustrofóbico, las expresiones faciales de Milland (en sus momentos de desesperación o embriaguez) y la sensacional banda sonora de Miklós Rózsa apuntan en esa dirección, lo que constituye uno de los mayores aciertos de Wilder: todos estos detalles nos preparan para encajar con naturalidad escenas cumbre que de no haber estado tan bien calculadas habrían llegado a resultar involuntariamente cómicas, muy especialmente las relativas al delirium tremens del protagonista. Lejos de reírnos a su costa, casi setenta años después la escena del ratón y el murciélago nos sigue pareciendo escalofriante. Poco importa que el avance de la informática y su aplicación a la industria cinematográfica hayan dejado muy atrás los fundamentos tecnológicos de estas escenas. El alcohol es un horror. Mostrémoslo pues a través de algo que sin dejar de ser un drama se parezca lo máximo posible a una película de horror, decide Wilder, tomando como modelo ejemplos del cine europeo que por su origen personal y profunda cinefilia él conoce perfectamente.

Para valorar el riesgo asumido por Wilder en su aventura, basta con avanzar casi veinte años en el tiempo y tomar el ejemplo de otra de las mejores películas jamás rodadas sobre el mismo tema, la inmortal Días de vino y rosas, en la que Blake Edwards no se decide a mostrarnos las horrendas visiones que estremecen el delirium tremens de Jack Lemmon, confiándolo todo a primerísimos planos de la expresión de pavor del actor, atado a su camisa de fuerza, privándonos de compartir con él la causa de su terror. Otra escena igualmente memorable que forma parte de otra obra maestra, pero ambas (película y escena) sin la prima de riesgo del film de Wilder.

Días sin huella 3

Su apuesta no puede salirle mejor. La ceremonia de los Oscars de 1946 corona Días sin huella con el Óscar a la mejor película, mejor director, mejor guión adaptado y mejor actor para Milland. La fantasmagórica partitura de Miklós Rózsa, también nominada, no se alza en cambio con la estatuilla, cediendo el galardón a una banda sonora no menos tenebrosa e inquietante: la de Recuerda… de Miklós Rózsa.

Quien no haya visto esta película no sé a qué espera para disfrutarla y sufrirla. Abunda en momentos de negra perfección y simbolismo. Una máquina de escribir puede ser el alma, y un borracho aciago dando tumbos por la calle en busca de una tienda de empeño donde le den por ella (por la máquina, por el alma) diez dólares para invertir en una botella puede ser y es la imagen perfecta de la ruina.